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LAS PALABRAS Y YO


A veces tengo miedo de que se me acaben las palabras. De que me abandonen como una amante desagradecida. Tengo miedo de que vuelen de mi hoja y se vayan a la hoja de otro que maneje con mayor destreza la pluma que enarbolo. Tengo por ello extrema precaución en cuidarlas. En mimarlas. Cuando imprimo –cosa que no me gusta por pensar que estoy torturando a la cuartilla indefensa- soplo ligeramente la hoja impresa. Para que la tinta se asiente. Para que quede finalmente fija en lo que van a ser sus cauces definitivos. Nunca tacho una palabra. La adorno con un paréntesis a sus lados. No por ello será menos importante, será, simplemente, reserva de otra palabra que ahora ocupa su terreno. Son las leyes de la gramática. Y ellas así lo entienden y me esperan, agazapadas entre las dos curvitas, a que llegue otro día su momento. Cuando rescato una palabra de su sesteo, la noto viva, con ganas de ocupar nuevamente su lugar. Por eso me alegra destachar una palabra, porque es como sacarla a bailar y ella, prudente y con rubor, lo agradece. En ocasiones se me queda alguna palabra enganchada en una uña y la llevo de paseo y, cuando llego a casa, la suelto y se acomoda divertida en un escrito.

Son mis escritos cantos de palabras, un coro sempiterno y certero de la música de su roce. Tengo palabras favoritas, como tengo mujeres favoritas y un equipo de fútbol favorito. Me gusta la palabra melancolía porque sabe a miel, y nostalgia porque suena cansada. También me gusta pantagruélico porque me asusta y beso porque me enternece. Me gusta féretro porque será mi destino y cuna porque fue mi inicio. Me gusta porque me recuerda a ti y amar porque es plena. No me gusta adiós, ni nunca, ni jamás, ni vete. No me gustan las palabras que acaban con algo de la vida. Intento también poner más síes que noes en mis minutas. Para que afirmen. Que negar siempre debe ser lo último. Cuando escribo a mano, hago las palabras redonditas como aritos de tinta. Y si alguna es demasiado alta le acomodo espacio para que se recueste un poco, que no me gusta que destaquen unas sobre otras. Me gusta mirar las palabras descansadas sobre la hoja. Es un paisaje hermoso. Es la dicha de lo terminado. Y entonces alzo la batuta y cantan, y cuentan una historia, o le hablan a ella, o relatan una chanza. Y si les cambio el orden, ellas buscan nuevamente su lugar y siguen cantando porque, entonces, ya no es mía su música que yo ya se la entregué al viento…  

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