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LOS GUANTES Y MIS DEDOS


Me he comprado unos guantes sin dedos. Sin dedos los guantes. Mis manos sí los tienen. Los he comprado en una tienda de a euro el cambalache. Andan ya rotos en el nacimiento de ambos pulgares. No debe de ser muy buena la calidad asiática. Me pongo los guantes para evitar el frío en el dorso de mis manos cuando escribo pero éstos, a la vez, tienen la virtud de dejar libres mis artilugios de cuentista. Son estos ingenios diez compañeros que manejan el teclado como si lo hicieran con un piano sin afino. Son diez instrumentos precisos que dios me quiso otorgar como extremidades diminutas. Son orugas que nunca serán crisálidas. Pero, al menos, conocen su destino. Andan siempre estos diez compañeros manchados de tinta en sus uñas y con la piel levantada e ingrata al final de la primera falange. Reconozco que son algo regordetes –como engordados a propósito para que no desfallezcan. No sé por qué tengo las manos algo rechonchas. A veces me parece que no son mías. Como si hubiese llegado tarde al reparto de manos cuando algún querubín –allá en el limbo- las andaba repartiendo. Y mis dedos, pues eso, le andan a la zaga. Eso sí. Remueven el teclado con brío. Como atletas bien entrenados. Como si se movieran al compás de alguna concordancia que yo ignoro. Y me sirven ¡Cómo me sirven! Me sirven para contar lo que cuento. Me imagino sin dedos y me pongo triste. Como un pintor sin pinceles. Por eso, no de muy tarde en tarde, me miro las manos. Para cerciorarme de su presencia. Para evitar que alguno se haya ido a vivir la vida por su cuenta. Y ahora, calzado con mis guantes sin dedos y, andando mis manos nodrizas calentitas, éstos esperan –como gorrioncillos en el nido- la miga de pan que les traiga alguna musa pasajera.

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