Yo nunca había escrito -con fortuna- un cuento. Pensaba que
todos los cuentos tenían un inicio, un nudo y un desenlace. Así me lo habían
enseñado en el colegio. Y así lo había leído yo. Caperucita roja, El gato con
botas, Pulgarcito… Todos tenían sus tres partes correspondientes. Y siendo tal,
mis cuentos se quedaban siempre cojos… ¡Cuánto me costaba encontrar un final!
Ya que tenía la historia desenvuelta, empezaba y empezaba a pensar cómo podría
terminar aquello. Sabía que lo importante ya estaba contado. Que lo fueron
palomillas en mis sienes ya reposaban -con cierta decencia- sobre un rimero de
papelitos con dos renglones y cuatro puntadas para coserlos a una carpeta… Pero,
la última página, ¡siempre en blanco! Esperando ese final que suena como el
tachán del músico que, atrás del todo de la orquesta, adivina el momento exacto
para la gruesa unión de sus dos platos dorados.
Pasé así muchos años... Pasaron así por mis manos docenas de
historias inconclusas. Dejé batallando, o besándose, o a medio morir o a medio
nacer a una pléyade de personajes -como muñecos de cera en un museo de horarios
infinitos.
Mas un día comencé a amar. De verdad. No como en mis
cuentos. Y un día que amé mucho, mucho, empecé a entender que, en la vida, hay
incontables historias que, lejos de necesitar ningún tachán estrepitoso,
terminan -únicamente- con una nota de violín sostenida en una nube…
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