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¿CÓMO SOY DE VIEJO?



No me suelo mirar al espejo. Llevo siempre mi cabello escaso de medida y, al no necesitar acomodo, no le veo mucha utilidad a visionarlo. Tampoco me afeito. Mi barba es montaraz y, en ella, se enredan hilachos -de la desmemoria de Aracne- a los que no acerco tijeras que los sorprendan. Mis ojos no van a cambiar porque se contemplen y, el resto de mi cuerpo -que no conoce taras ni esplendores-, queda fuera del reflejo. Así que, la inutilidad global de mi acicalado, hace que pocas veces me acerque a esa opacidad generosa, ésa tras la que intuyo a ese otro yo que me acompaña.

Pero hoy -por buscar un ensayo de sonrisa desacostumbrada- me quedé un rato frente a éste que soy. Y fue en ese instante cuando, en mi vesania aburrida, intenté recordar como sería aquella primera vez en que me encontré con un varón de cincuenta años. ¡Qué viejo lo vería! 

De seguro que me extrañarían las palomillas de sus ojos, tu tez calmosa, su vello blanquecino, sus ojos desfondados, el revoltoso capricho de sus cejas…

Quedaría inquieto en la profundidad de esa mirada tallada por el buril de los años y en su desbordada certeza de haber visto casi todo. Detenido al ver el pentagrama de su frente y las manchitas disformes que trazan -en las sienes- los compases patizambos.

Quedaría sin duda ligeramente acogotado…


Y hoy sólo eso cuento -¡para qué más!-, la puerilidad de que me he visto como vería entonces a mi abuelo. ¿Acaso soy ya tan viejo? No puedo acabar de saberlo. A mí ahora me falta el niño -que yo era entonces- para juzgar -sin desaciertos- cómo es como me veo…  

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