Esta mañana me has venido tú y tu perfil de geisha. Y,
contigo, tu pelo dorado, intensamente dorado -como las piedras que se hunden en
los ríos de sol-. Y, contigo, tus manos pequeñas –que siempre tuve miedo de
arrugar con las mías-, y tu nariz escasa, y tu piel de niña, la que –con
cualquier reflejo- imitaba la pálida albura de las muñecas.
Tú y tu corazón de geisha... Menudo como un firmamento de
bolsillo. Como una constelación de intenciones diminutas…
Te me has venido esta mañana –como un “dulceamargo” despertar,
como un recuerdo sonámbulo- y contigo se me venido, de repente, el sabor a
fresa de tu lengua, tus vaqueros escasos, tu sonrisa con alas, tu cintura de
hada…
Saliste –quién sabe para qué- de aquella casita blanca, con
ínfulas de altisonante neón, y entraste en mi morada y en mi alma, como sólo
dejo que entren las mariposas que conocen el secreto de mis sueños…
“Fue aquel tiempo en que el cielo olía a cielo y tú olías a
azúcar. Fue el tiempo de todos los amaneceres que mis brazos han rodeado. De todos
los espejos y de todos los caminos. Fue un tiempo para amar, pero fue un amor
para todos los tiempos”.
Así te lo escribí entonces. Y así te lo escribo esta mañana
de domingo donde tú, mi geisha inalcanzable, sigues sin salir de mis palabras,
sigues empeñada en no volar de mi memoria…
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