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ES NOVIEMBRE



Siempre me pareció noviembre un mes elegante, vestido entre sus íntimos con un clásico traje de tweed inglés. Sereno y lluvioso, con el mentón apagado de sus nubes altas, noviembre se señorea y se hace inequívoco, consciente de dar el apagón definitivo a la claridad estival.

El silencio de noviembre es un silencio de camposanto y de pueblos viejos que muestran sus tejas ocres, arqueadas, por origen y por destino, sobre los tejados quejumbrosos que les pertenecen. Son pueblos que alimentan a sus difuntos con letanías atávicas y que pasean la noche por sus calles al compás de cirios y rosarios. Noviembre mece este ritual consciente de que lo hizo aún antes de que el hombre llorara la muerte, meciendo la barca de este viaje definitivo por las noches que se harán, para siempre, más largas y brunas.

Noviembre tiene una sintonía de pájaros ausentes, y una tranquilidad indolente como la que inflamaba la poesía de Machado. Tiene un perfil de sierra tosca y de campiña baja desalimentada por las manos callosas de la siembra. Y tiene un olor a tierra mojada e infinita, a caldero y fuego leñoso, a gachas y torrijas…

En noviembre mi bendita abuela rezaba más que nunca y siempre me parecía que, con el arcano de aquellos rosarios de cuentas perladas, ahuyentaba un año más a la muerte.

Siempre tuve miedo a noviembre, a su silencio, a sus noches, a sus difuntos, a sus rezos y a sus aromas, y por eso hoy, mi princesa adolescente, cuanto te veo alejarte –con sonrisa de padre en la boca- con tu paraguas cuajado de flores y tu impermeable hechicero rompiendo la columna del agua inoportuna, no puedo por menos que pensar que le hemos ganado, tú, mi niña, y yo, tu viejo, otra partida a la tristeza.

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