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PEPILLO EL TONTO



Pepillo era el tonto del barrio. Era tonto en el sentido más piadoso de la palabra. Referían que su madre, una noche de luna inédita, cuando aún le pateaba en el vientre, le quiso mandar a los avernos con la ayuda de una sórdida partera. La impericia de ésta y, la antojadiza providencia, deshicieron el empeño, no sin antes dañar lo suficiente la mollera de la criatura para que, a los pocos meses, un Pepillo frágil y de ojos grises naciera con la razón tarada para siempre. Dicen que fue por ello que Dios señaló a su madre y la arrastró un julio lluvioso de cabañuelas equivocadas. Así quedo Pepillo tonto y huérfano que, las desgracias -ya se dice- nunca vienen solas.  

A eso de los doce otoños, el tío carnal que le sustentaba  –mal que bien-, mandó a Pepillo a hablar con un amigo de posibles para que le buscara algo al muchacho que, desde que murió madre, anduvo el zagal de charco en charco y de rama en rama, más parecido a una bestezuela salvaje que a un chiquillo de su edad. Visto el exhortado que a Pepillo no le sobraban las luces, le pusieron una gorra con la visera a la espalda, le hicieron compañero de un carro viejo y, a diario, en la esquina de la calle Alfonso XIII le llenaban el  carricoche de periódicos y revistas que Pepillo andaba voceando ora en el mercado de San Agustín, ora por las callejas de las Costanillas y,  las más veces, en los mismos portales de las casas de vecinos, donde éstos cambiaban dos reales por algún periódico machucho que relataba la mísera posguerra. Eran aquéllos años difíciles y de hambre fácil, años en los que contendían los vecinos de Córdoba por unas raciones exiguas que se  adjudicaban en unas cartillas de racionamiento –que con tan ajustado nombre eran reglamentados los suministros. Dado que en el comercio de mi abuelo era uno de los lugares en que se entregaban las malhadadas proporciones fue allí donde conocí yo a Pepillo… Y es que él y su carro primitivo asomaban cada día, a eso de la una, por el final de la calle El Queso, con sus pantalones demasiados cortos para ser largos y demasiado largos para ser cortos. Pepillo voceaba con su voz confusa   –como de juguete gastado- su presencia entre los vecinos de las calles cercanas y allí estaba yo, asomado al mostrador de mármol del negocio de mi abuelo en donde Pepillo, sabedor de que había sobras tras el reparto de las despensas, llegaba a por unas tortas de aceite duras como un peñasco que, mi abuelo le guardaba y le entregaba a diario –como en un misterioso cambalache- liadas en un papel castaño y áspero. No te las comas todas que vas a coger un empacho… –le exhortaba mi abuelo y, Pepillo, todo sonrisa de dientes negros, siempre le replicaba con la misma cantinela, Ego si no he pobao bocao desde ayer... Luego Pepillo me miraba de reojo, como envidiando mi lustre de niño bien –que siempre me sobró alguna arroba- y yo, medio asustado, medio fascinado, por ese ser de retal de cuento, bajaba la cabeza hasta dejar mi frente a la altura del mostrador. Luego le veía salir del comercio y engancharse otra vez al carro de los periódicos y perderse, voceando y voceando, royendo ya alguna de las tortas con ansia de caníbal.

Dicen –que mi memoria ya se emborrona- que anduvo años Pepillo con su misma letanía, ora escapando de los perros desolados –con el mismo hambre que las personas- ora esquivando las pedradas de los infantillos que, con el tiempo que mal da la confianza, le tomaron -por eso de su desgracia- por un fantoche de feria… Nunca faltaron a Pepillo las tortas de aceite de mi abuelo, ni su carromato, ni la pila de hojas empalidecidas de los periódico, ni su voz gangosa, pero un día, cuando doblaba la esquina de la calle María Auxiliadora, se le vino encima un armatoste de chapa y ruedas y lo golpeó con violencia… Y fue así que, lo que madre no consiguió cuando Pepillo era aún un comienzo, lo hizo una furgoneta que repartía gaseosas por las tabernas más cercanas…

Refieren que quedó la cabeza de Pepillo sangrando entre los adoquines de la calle y su voz nasal y torpe exhalo un último ay madre y después quedó callada para siempre. Refieren que quedó el carro desmoronado y la travesía sembrada de periódicos. Refieren que quedó inmóvil un corrillo de hombres y mujeres alrededor del cuerpo del dañado y que, como en un cuadro, quedó la muerte quieta, durante unos instantes, en todo el Barrio de San Lorenzo. Así se fue Pepillo. Sin despedirse de mi abuelo. Y así se quedó el barrio entero sin su vocerío cotidiano y sus cortas entendederas, y así quedó huérfana de tonto la Calle del Queso y la del Horno del Agua y, mi abuelo, durante tiempo, guardó un rimero de tortas duras tras el mostrador de mármol y, dicen que, si uno bien se fija, aún quedan dos regueros de tinta y mil palabras de imprenta, inmóviles para siempre, en la esquina derecha de la calleja nervuda que le vio descender a los infiernos.
  

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