Son muchas las ocasiones en que Nano, mi
compañero-felino-vigilante, se sostiene hierático en el mínimo espacio que
ocupa junto a mi mesa de escribiente. Y yo, viéndolo tan fijo en nada y tan
fijo en todo, juego a sostenerme en los caprichosos colores de sus iris.
Entonces él, que jamás evita mi mirada, se queda inmerso –profundamente
inmerso- en un punto incierto de mis ojos. Sé entonces que ve algo en ellos...
Algo más allá de lo que yo jamás vería…
Y así se alarga el planeta del tiempo hasta que, la
sequedad de mi impaciencia, me hace claudicar en ese pulso de mirarnos
fijamente. Es entonces, cuando en un absurdo disimulo de mi derrota, le digo
siempre lo mismo: ¡qué raros somos Nano! Y él -al oír la exclamativa sentencia-
se alarga, mal-pone sus orejas, separa la boca, lame la parte menos oportuna de
su cuerpo y, volviendo a mi mirada, parece preguntarme: ¿qué razón te hace ver
en mí la imagen de tu propia rareza…?
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