Me gustaba leer para ti. Lo hacía con mi voz de madera. Sin
estridencias. Tratando de alinear cada párrafo en mi garganta. De reojo, veía
tus párpados de papel cerrarse, delicadamente, hasta que quedaban a poco más de
una pestaña de soldarse. Y yo leía y leía. A veces, si el libro era escaso en
hojas, con la mano liberada, apartaba una y otra vez el pelo amarillo de tu
frente, y leía… “…hecha con todo el oro y con toda la plata…”. Cuando empecé a
toser, ya nada fue lo mismo. La madera empezó a astillarse y los párrafos se me
enganchaban -como garfios- en la garganta. Te diste cuenta la primera noche.
Pero tus párpados se habían acostumbrado… Tú te habías acostumbrado y apartabas
la verdad y la tos con un beso y una sonrisa plegada. Hasta que no pudo ser más…
Ahora eres tú quien me lee. Cuando se cerró la garganta, los
líquidos me cerraron los ojos y a punto estuvieron de cerrarme el alma. Me lees
despacio, como si lo hicieras para un niño. Lo haces con tu voz de nube
temprana, de hoja verde…
Lees… Pero cuando toca el verso de un poeta muerto, una
lágrima rueda por la misma pestaña que sostuvo tu párpado y tu vigilia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario