Como cada primero de marzo se
hace el redondel de San Lorenzo acuarela de su estampa. Y se remienda de sol el
rosetón de la Iglesia ,
y se ponen nerviosas las palomas y recién se estrena un cielo que duele de
añil, y se confunden en su figura todos los instantes de un cosmos que, por un
momento, se detiene junto a la fuente del cervatillo de piedra.
El cabello teñido en agua, una
tez bruna de Sierra y un traje equivocado al que le gotean de seda los bolsillos.
La espalda que anota la curva
del invierno, la escasez en las carnes y unas manos que arrullan un ramillete de
margaritas tiernas. La mirada como el ala de un gorrión humilde, un mentón de hidalgo
en Flandes y en sus pies, ¡en sus pies los zapatos más limpios del mundo!
De sus recuerdos dicen que
tejen razones las arañas y de su pasado -bordados en filigranas de plata- cuelgan
rosarios de caricias rezadas en las pieles que alimentaron su vesania.
Es el hombre que siempre espera
abril cuando marzo llega. En la misma Plaza en que con trece albas se le
crujieron de amor los labios. Bajo el mismo cielo en que resolvió su talle -¡ay
su talle!- de musa morena, y entre el mismo aire donde, bajo su blusa, conoció
para siempre a qué huele la desalmada primavera.
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