Estoy empezando a amontonar
tardes. Como si fuesen naipes de una baraja. Naipes esmaltados por el sol y el inconstante
peso del viento. De más o menos valor según el juego al que corresponda la
partida. Pero aquí no vale cambiar de cartas. Las que te entrega el aplicado crupier
son las que tienes y, de cómo la juegues, dependerá tu suerte.
Hay jugadores de todos los
tipos. Algunos farolean mucho y, con unas cartas de pena, van a desafiar la tarde
con su resto. No siempre pierden. Hay naipes escasos que dan para una gloria…
Luego están los jugadores más
clásicos. Miran al cielo firmemente a los ojos y sólo arriesgan cuando su jugada
merece la pena. Son la mayoría. Cucos de corbata y un cuarto de sueldo fijo, de
hipoteca y televisor de plasma, de auto a plazos y de domingos en familia.
Cómo no nombrar a los chambones
que, por mucho que evalúan su mano no se arriesgan a jugársela por una fabulada
recompensa. Son jugadores que rezan más que hacen, que suplican más que
inventan, que dividen más que multiplican, que ven escaparates y comen pipas
sin sal…
Y por último la miscelánea humana
que, cada atarcedida, se sienta en las mesas de juego. Los que llevaron corbata
y hoy exprimen un amuleto. Los que sintieron miedo pero desangraron todo su
coraje. Los que de tanto esperar, vieron hacer nidos en sus pucheros a las
arañas…
Y la tarde que, como la
banca, siempre gana. Tiene poco que jugarse. Mañana, sí o sí, se exhibirá de
nuevo. Con su baraja bajo el brazo. Con su tapete verde hierba. Con sus fichas
de diamantes y sus naipes marcados por las farolas recién abiertas.
P.D. Que, ¿qué tipo de
jugador soy? ¡Uf! Es una insensatez ponderarme. Sólo les diré que, últimamente,
la vida me entrega cartas muy discretas, pero que tengo la dicha de intuir el momento
de las grandes aventuras. Sólo hay que saber esperar a la dama de corazones…
Feliz anochecer. Feliz
destino.
(Feliz mediodía América)
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