No heredarás caudales bruñidos
en plata, ni vastos predios donde el sol esparza sus mañanas. No heredarás
reliquias esplendentes, ni mapas que conduzcan al oro del rey Tumanamá. Por la
torpeza de mis batallas no cobrarás reverencias en palacio, ni espurias
indulgencias para alcanzar un día el paraíso.
No heredarás lugar entre los
nobles pues, si acaso un día pude serlo, testimonio de ello no tengo.
No custodio incunables bajo
el colchón que me tolera, ni evangelios apócrifos donde Dios me hablara un día.
Se me deshizo de abrigarme el gabán bruno de tu abuelo y, de yantar sobre su
seda, mi lienzo de surtas mariposas. No hice acopio de nada que valor hoy
sostenga pues prestado habré de tomar en la orilla de Caronte.
Pero, aún a beneficio de
inventario, heredarás mi piel bizarra y mi tormenta, el ángel que compartió mis
pasos, y el brocal de un pozo verde donde moran ranas y princesas.
Será tuyo mi horizonte de
aguaceros infinitos y el recuerdo de una estrella que me cegó en primavera. Todo
el silencio que ocupan los visillos de unos versos, un gato -si persevera-, el
alquiler al mes corriente y una póliza en que mantengo rehén a mi tristeza.
A mi última pupila cósele un
cielo de otoño y en mis manos pon dos besos y una perlita blanca. Rézame el
avemaría que te acercaba a la cuna y rocía con ron antiguo la sed de mi camino.
Dile a los marineros que abran de dicha las velas, y a los gorriones cenicientos
que siempre recuerden mi árbol.
A más deberes no te obligues.
Ni aunque otros te conminaran. No hagas oído a consejos. Pues ya ves niña del
alma, ¡qué pobre consuelo dejo!
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