La tarde camina lenta. Como un caracol enojado. De los árboles,
las hormigas penden quimeras y las hojas se emborrachan de una savia espesa y
caliente. Hay un cielo azul y tripudo que se resbala insensible hacia los
trapecios de los locos. Y una luna en su ya inminente que, casi entera, se muestra displicente en
los espejos tapizados con la piel de las mocitas.
No hay mucha tarde para los caminos. Ni para los amantes desbaratados
y, en los parques se encorvan los bancos y crepita el césped que sirve de
arenero a los chuchos sin correa. Hay un puesto de refrescos de colores y de
golosinas de a céntimos, y un tiovivo
de caballitos mutilados y carrozas despintadas.
Hay una soledad anónima en las
calles. En las mismas calzadas donde no hay viejos ni niños que firmen en la
arena.
Es la tarde de un verano adolescente. Temprano y tibio como
tus pechos. Un verano que aún no tomó sus pertrechos de guerrero y que,
mientras tanto, transita incómodo por el final sin flores de una extinta
primavera.
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