Que no calle el cantor, ni los poetas, ni lo
prosistas de pensión escasa. Que no callen los ríos ni los susurros ambiciosos
de los árboles, que no se oculten más estrellas y que la luna se embuche
potente cada noche, que nos siga cegando el sol con su carga infinita, que los
amaneceres se tiñan de quimeras y los anocheceres de sueños de infantes. Que
sigamos teniendo la dicha de contemplar el mar bravío y los arroyuelos
traviesos. Que queden en nuestras ciudades palomas y gorriones –jugando por
igual al arte de volar. Que todos los
semáforos del mundo se pongan en ámbar para permitir el paso de la dicha. Que
no se me vayan más quimeras de entre mis manos –que ya tengo bastante con lo
perdido. Que dios –al que nunca me atrevo a escribir con mayúsculas- aparezca
entre el hambre de un niño y que, tras cada horizonte que miramos quede siempre
la esperanza de un beso. Aunque sea el último beso.
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