Te gustaba verme escribir. Te echabas sobre mi hombro a
contemplar mi caligrafía interminable. Yo te miraba y sonreía. Con la sonrisa
de un patito de charca que se cree bello cuando le aman.
- ¿Qué significa? -preguntabas con tu índice en el aura de una
palabra.
- Aún nada -te decía. Y fruncías el ceño y lo convertías en un
pétalo arrugado.
- Las palabras son como las personas, significan más o menos
dependiendo de quien las acompañe -argumentaba con mi seriedad de rapsoda figurado.
¡Y reías! Porque sabías que me refería a ti, y a tus besos y
a tu enjambre de lunares -ése que hacía constelaciones en tu cintura.
Yo, entonces, escribía muy rápido -que con el tiempo se
ralentizaron mis ideas y mis renglones. Impetuoso y con una letra menuda que te
hacía achinar los ojos para seguir mis intenciones.
- Las palabras son como las personas, no por ser más grandes
tienen mayor importancia. ¿Ves? Ahora ésta, tan pequeñita, se ha vuelto la princesa
de la estrofa -y tú volvías a sonreír, y ambos nos hacíamos grandes cuando tu
boca se iluminaba.
Así concluí un poemario que aún es un rimero de hojas ocres
y rendidas. En aquel otoño. Entre mis papeles y tu espalda. Entre mis manos y
tus muslos. Entre mis palabras y tu falda. ¡Siempre tan corta tu falda!
¡Tanto tiempo tu maestro! Tú, ¡tanto tiempo mi novata! Que
más tarde, en primavera, para mi desdicha y la de mis palabras, te me saltaste
del nido a buscar océanos de plata.
No hay comentarios:
Publicar un comentario