¡Cómo me gustas! ¡Y cómo me
gustan tus historias que son más lindas que las mías! También más tristes… Pero
eso no me importa… Sé que la vida une a los tristes. Como si fuésemos nubes de
un gris invisible en mitad de una borrasca egoísta.
Pero, ¡cuánto se equivocan los
otros humanos con los tristes! Y es que no somos los tristes esos seres azarosos
que cabalgan cabeza gacha y manos desfondadas. ¡No! Los tristes reímos tanto o
más que los alegres. Pero lo hacemos con nuestras sonrisas tristes. Ni
demasiado abiertas ni demasiado cerradas. Justas en un equilibrio que sólo
permite la tristeza. Y además, los tristes nos enamoramos tanto o más que los
alegres. Pero lo hacemos con nuestros corazones tristes. Ni demasiado vanidosos
ni demasiado comedidos. Justos para vibrar suaves en ese pentagrama del amor
donde el beso y la caricia se alzan sobre las palabras presumidas. Porque, si
de algo entendemos los tristes, es de conocer el misterio del silencio…
Yo no te conocí a ti en una
tarde triste. Estabas vestidita de sol y hacías remolinos en el parque, con tus
ojos negros, como el viento sobre el ala de un grillo. Me acerqué y supe que
estabas triste. Así que te tomé de la mano y te propuse deshacernos -antes te había explicado que los
tristes, llegado el momento, al ser como nubes nos deshacemos como ellas. Y como
hiciste caso a mis razones de triste, ¡cuánto nos deshicimos aquella tarde…!
Tanto nos desvanecimos que
nuestros hilitos de agua y sudor acabaron en la piedra del río y en el vaso ermitaño
de un abuelo; en la melena estrecha de una montaña y en las raíces glotonas de
un árbol centenario; en el mar que se pliega en un oleaje de latón y en la
lágrima de un niño que no entiende el hambre de su hermano.
Nos deshicimos y nos hicimos.
Hasta no sé cuántas veces… Y yo tracé sobre tu vientre las coordenadas de las
estrellas que me dolían haber perdido y tú, sobre mi espalda, los versos más
tristes que recordabas; y yo, sobre tus pechos, mi sed de niño triste y tú,
bajo mi centro, tu voracidad de hembra triste… Y así hicimos de la tarde una
tristeza y, de la tristeza un juego insaciable y prodigioso… Fuimos como dos
gotitas en un charco que acaban hurgadas por la luna… Como dos trozos de memorias
y pergaminos…
Como dos tristes que se
desvisten sin mirarse, para devorarse luego, con infinita paciencia, en el ara
celeste y asustadiza que observan, con inquietud, las almas tornadizas de los alegres…
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