Tengo minutos interminables en mis días. Minutos largos como
cauces metálicos que reflejan sombras infinitas. Minutos enlodados que no
conocen de relojes ni de esferas. Que anidan en la ciudadela del sueño y en el descansillo
de la tarde. Echados sobre mis hombros y perdidos entre mis dedos.
Cuando no me cabe más tiempo en las médulas que me sostienen
empiezo a pensar en ti y en todo lo que tenemos pendiente: tomar un helado de
chocolate bajo la lluvia caladora, zambullirnos en la ladera de una montaña
fecundada por un arco iris de verdes, aprender el vuelo giratorio de los
colibríes, alimentar de sueños el brocal de un pozo blanco, jugar -sobre nuestros
cuerpos- a la gallinita ciega con los ojos abiertos, contar hasta veinte y que
ninguno de los dos se haya ido, entender bajo una ancha luna el lenguaje de las
cigarras, navegar en un bajel con las velas de colores, despertarnos desnudos y
arrojar -hechas confetis- las sábanas por la ventana…
Hacer locuras... Locuras maravillosas... Locuras ingenuas
que nos abrasen de risa la boca. Y amarnos... Amarnos hasta llegar a ese lugar
del Universo donde, tras tu piel, existe el trazo originario.
Y entonces, sólo entonces, es cuando las manecillas del
reloj giran y giran, contagiadas de la locura que tengo escondida bajo la hoguera
de tu vientre.
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