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EPÍSTOLA DE AGUA




Mi estimada señora. Amarla es como deslizarse en un río tibio y bondadoso. Dejar a su vera el discreto atuendo que me arropa y entrar en su agua por el lugar menos resbaladizo. En ese instante, siempre mágico y algodonado, no espere que salpique de ilusiones las estrellas con un pueril chapoteo de caricias recurrentes.

Antes de inundarme, acostumbro a apreciar -con paciencia de amante de secano- el agua no más allá de mis marcas de pirata. Instruirme en el oleaje incorpóreo. En el correteo cantarín y constante de los espejos fraccionados. Disfrutar de la mesura de la corriente desde esa posición de privilegio y equilibrio. Desde ahí puedo apreciar mucho mejor la longitud del cauce, la anchura y forma de la ribera, el devenir de los peces que -engruesados de recuerdos- usted porta, al impredecible ritmo que marcan las brújulas de sus misterios.

No, ya no me gusta iniciarme a vuelapluma. Si no se conoce aún la profundidad del lecho, se puede acabar seriamente lastimado. No crea que no hay ocasiones en que -empapado ya de sus ojos brunos- no lo deseo con vehemencia. No crea que no cruza por mi pensamiento la idea de zambullirme sin miedo dejando todos mis pecados amontonados en la orilla. Pero ya he navegado mucho... En arroyuelos pequeños y en ríos profusamente caudalosos. Y es por eso que ahora, domesticada mi vesania, no me arrojo con la audacia del inconsciente.
Trasteo por la vida aún con las uñadas de otros cauces sobre mi cuerpo y no quiero que, aunque su agua parezca dulce, se vuelvan a formar estanques entre mis llagas.

Ahora que el tiempo impenitente se aloja en mi corazón y en la matriz de mis intestinos, conozco que, amarla en el inicio al albur de mis brazadas, no me hará anidar durante más primaveras bajo el dosel de su luna.

Así pues señora, perdone este exceso de celo que porto entre mis pliegues carcelarios mas, una vez cubierto por entero de su piel, sepa que tengo atildada mi promesa de recorrerla por entero. De conocer sus islotes mínimos, su biosfera planetaria, el vuelo interrogante de su brisa; a recibir el ahogo de sus pechos, a deslizarme por sus caderas, a morir entre su nacimiento y su delta y, si me acepta el desafío, a seguir hasta donde el océano nos lleve -comulgadas ya nuestras aguas con su venturosa salinidad.

Le puedo asegurar que, entonces, abriré corazón y velas, y conocerá conmigo, si es ése su deseo, todos los secretos que puse a salvo en aquellos recodos en que icé, con gallardía y esperanza, mis verdaderos estandartes.


Siempre suyo. Un pirata malherido.

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