El hombre llegó a Urgencias a
las 18:46 de la tarde del
domingo. Iba pálido, andaba con desmayo y una mueca descompuesta arreciaba su
mandíbula. Era Agosto. La entrada a Urgencias estaba desierta. La gente deja
eso de ponerse enfermos para otros meses con menos calor y menos vacaciones.
Noviembre, por ejemplo. Noviembre es un buen mes para caer enfermo. Es frío y
lluvioso y, en Urgencias, sirven una temperatura muy templadita.
El hombre vio a dos celadores
en recepción y preguntó si lo podía atender un doctor. Éstos se cruzaron la
mirada. Se encogieron de hombros y, uno de ellos, el más hablador, le indicó
con la cabeza que pasase hacia dentro. El hombre se adentró en un pasillo frío
con luces color hospital. En el primer descansillo, descansó, en el segundo vio
una puerta abierta sobre la que pendía una luz verde. Se asomó con discreción
-él siempre fue un hombre discreto. Era un consultorio pequeño con un doctor
grande y una enfermera mediana. Su toc-toc en la puerta llamó la atención de
ambos.
-Adelante -dijo el médico
mientras calibraba el volumen de su fonendoscopio.
-Adelante -dijo la enfermera
mientras calibraba el volumen de una carrera en su media izquierda.
-Diga usted -dijo el médico
con una sonrisa urgente en su rostro.
-Tengo un ataque de soledad
-espetó el hombre a la vez que le resbalaba una lágrima tamaño abandono-grande
por la mejilla.
El médico se levantó y salió
de detrás de la mesa del consultorio. Tenía piernas. Tendió al hombre en una
camilla. La enfermera quedó en pausa -como una película cuando vas al baño. El
galeno comenzó a auscultar el corazón del hombre. Bajó el volumen del
fonendoscopio y negó tres veces con la cabeza. Se dirigió a la enfermera con
esa cara de circunstancias que sólo saben poner los médicos y algunos curas de
pueblo.
-No hay duda -espetó-, un
ataque de soledad bastante serio. Tome el ordenador Camila. No se demore.
El hombre se sorprendió. No
por el diagnóstico del doctor, si no por la poca cara de llamarse Camila que
tenía la enfermera. Ésta ya estaba frente a la pantalla plana de la computadora
esperando las indicaciones de su jefe.
-Dígame su número de
seguridad social, su usuario y contraseña -solicitó el facultativo al hombre-.
Conforme lo iba recitando la enfermera picoteaba en el teclado como una paloma
de parque. Cuando acabó se quedó mirando al galeno. Éste no dudó lo más mínimo.
-Inyecte quinientos diez amigos
en Facebook, trescientos cincuenta seguidores en Twitter y suba un centenar de “me
gusta” a Instagram -todo lo indicó con premura, como si la crisis se estuviese
agravando.
La enfermera picoteó con más
bríos en el teclado. Al pronto se detuvo.
-Doctor los “me gusta” del
Instagram ya no los recetas la Seguridad
Social -señaló con la voz aturdida-, ¿subo un par de fotos de
unas vacaciones caribeñas?
-Perfecto -fiscalizó el
médico arrancando una sonrisa en la
sanitaria y bajando la palidez de la tez del enfermo- No tardará mucho
en hacer efecto.
Al poco el rostro del
convaleciente fue tomando un color más rosáceo y su voz se tornó mucho más
segura.
-¿Mejor, verdad? -interrogó
el galeno.
-Mucho mejor doctor, mucho
mejor -contestó el hombre hasta con cierta arrogancia.
-Pues ya se pude levantar de
la camilla. Y el lunes sin falta vaya a ver a su médico de cabecera. Hay que
mantener los niveles de amigos y seguidores en parámetros normales.
A las 19:09 de la tarde del domingo, el hombre que
había entrado a las 18:46,
salió del Hospital con una seguridad notable en sus andares, la tez calma y un
ligero silbar articulado en sus labios. Sin duda era otro. Ya no tenía ningún
temor a llegar a su pisito de soltero.
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