No es fácil hablar
de amor. Mucho menos escribir sobre el amor. Escribir sin pisar la siempre
ingrata servidumbre de los tópicos. De lo ya dicho. De lo ya resuelto. Todo el
mundo amó alguna vez. Todo el mundo fue amado alguna vez. Aun en silencio. Aun
en la ignorancia de que lo eran. Y lo que ha sentido todo el mundo lo puede
formular todo el mundo. Sin artificios. Sin malabares. Con la rotundidad que
dan las palabras escritas en cueros.
He sido siempre un
escribiente más al servicio del desamor. El amor me provocó las palabras
justas. Supongo que porque, cuando amé, estuve demasiado ocupado para acordarme
de la lírica. Demasiado loco para el léxico. Demasiado anhelante para detener
el tiempo en un poema. Cuando la musa se apartaba, aun un poco, empezaban a
acercarse las palabras. Como rapiñas apostadas. Siempre estuvieron ahí. Pero a
ellas les gusta el salitre de las lágrimas…
Quienes me conocen
-quienes me leen- saben que escribo más desde el recuerdo. Que manejo mejor el
vocablo desde la perspectiva de la distancia. La historia siempre se entendió
mejor así. Y el amor no hace si no seguir el patrón de las grandes historias. Con
sus personajes. Con su trama. Con sus traiciones. Con sus héroes. Con sus
villanos. El amor se hace historias en cada instante en que se vive. No
necesita de excelsos argumentos. Ni de profusas y cruentas batallas. Ni de
emperadores. Ni de criaturas mitológicas. El amor es la reducción de todo lo
enorme a la dicha más pequeña: tú y yo.
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