Tengo un reloj pequeño que se
mueve por misteriosas convulsiones. Sí. Como lo oyen -como lo leen. No atiende
este pequeño reloj al tic-tac ordenado de sus hermanos mayores, ni parece
conocer de que es a él al que le toca medir el tiempo. Cuando me acuerdo,
corrijo sus agujas y, cuando me vuelvo a acordar miro su esfera tuerta -pues
adolece de cierta opacidad su parte izquierda- con la quimérica ilusión de que
haya recuperado la disciplina. No hay manera. No tiene el uniformado tic-tac,
si acaso le imagino un tic-tic-tac o un tic-tac-tac…
Tengo un cariño especial a
este mecanismo danzante. Pues -aún no
gozando de buena salud mecánica, ni siendo renovada la motriz de su energía-
jamás ha desfallecido en su inútil tarea, de mostrar unas agujas peregrinas que,
señalan inciertos caminos que nada tienen que ver con el más sesudo de los
tiempos.
Carece mi reloj de sonidos
despertadores o de esferas más pequeñitas que midan otras magnitudes. Por no
tener, ni tan siquiera cuenta con la saeta del segundero, pues en un accidente
temprano la perdió y, junto a ello, se volvió tuerto.
Se esconde mi menuda
pertenencia en un cajón olvidado de los que utilizamos para olvidar los recuerdos.
Allí mide él el tiempo. Caprichoso e indómito. Con la fragilidad que tiene todo
lo pequeño. Ajeno al tic-tac de los reglados relojes de la casa. Como un
suspiro de espacio olvidado. Como un enseñante de que, tal vez, haya otra forma
de medir los momentos.
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