Esta tarde entraste en mi
memoria. Sin llamar. Como hacías siempre. Como un pajarillo que llega al jardín
otoñal de un caserón desamparado.
Y cuando entras en mi memoria
se descomponen todos mis azahares, y de mis manos brotan aderezos de piel y
culpas y en, mi alma, un estallido de tristeza y fuego revienta la coraza de
los años.
Llegaste esta tarde a mi
memoria. Sin llamar. Como era tu costumbre. Con tu sonrisa invasora, con tus
cabellos sin adornos –rubios como el pecho de un querubín-, con tus ojos llenos
de la miel de mil abejas.
Y al entrar nuevamente en el aire
de esta morada te recuerdo entera. Entera y desnuda. Abierto tu cuerpo sobre
las sábanas que, durante mucho, fueron tu ara y mi perdición. Y veo tu vientre
pequeño y frutal, y tus pechos perlados y adolescentes, y tus muslos sosteniendo
el cáliz de la primavera; y tus labios, tus labios conjurados para que,
siempre, un beso tuyo supiese al último de los besos.
No veo más. Lanzo piedras
para amedrentar mi recuerdo y, en el pozo que habitas, apenas veo ya un retazo
de tu piel rosa entre un espejo y mi ceguera. Pero ha quedado el olor a cielo y
a bosque en mi memoria. A la que llegaste esta tarde. Sin avisar. Como era tu maldita
costumbre…
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