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MANUEL



Para esos locos no tan bajitos…

Hasta hoy llevaba tiempo sin aparecer por mis sombras. Él es así, como las ganas de llorar, viene cuando le da gana. Se llama Manuel, pero eso no importa mucho… Con los años se borró los apellidos y un tatuaje, de una ondina de agua, que le braceaba en el envés de su muñeca. 

Es algo mayor que yo, cojea ligeramente de la pierna derecha y tiene sólo cuatro dedos en la mano izquierda      -que erró con maldad la naturaleza en su simetría. Aún así, es alto como medio ciprés, le nevaron con galanura las sienes y tiene porte de espadachín decimonónico. Ciertamente es apuesto para su edad y para cualquier otra que le coloquen...

Una vez pasó dos noches en el cuartelillo por grabar versos en la piel de un naranjo que criaba lamas en un patio señorial de Córdoba. Pero tampoco eso importó mucho... El ricachón tenía más naranjos y sólo le quedó uno remendado con un verso...

Manuel sería un egregio poeta, pero no quiere serlo porque, en su convicción de ser libre, no quiere ni la esclavitud que sabe, arrastran las palabras. Las lleva al hombro, en un fardel de tela cobriza, arrugadas y mudas.

Me ha aceptado un café  y cien euros -siempre guardo para él cien euros en mi mesita de noche. A cambio me ha dejado un verso contrahecho y una carta testada.

Dice que se muere. “Mañana” -me ha sentenciado convencido. Que va a dejar de respirar porque le son ingratos los velos de la noche en la garganta. Es capaz. Una vez estuvo una semana sin beber agua porque se empeñó en que le olía a charcos de lluvia el orín. Estuvo bebiendo ron y se le quedó voz de pirata.

Así son mis amigos -tengo otro que piensa que vive en el estómago de una mariposa-, orates sin remedio, desconsolados y extraños… Compañeros de batallas dadas por perdidas… 

Manuel se ha ido tal y como llegó -añadió a su reverso dos abrazos cómplices y cien euros a sus fondillos; media conversación de miradas y tres recuerdos de los que hacen agujeros en las sienes…

Recién vista su traza alejarse por la avenida -con su galante cojera y una sombra en la ausencia de su índice- he abierto la epístola sin demora. Contiene una fotografía de una mujer. “Sigo sin perdonarte que fueses tan canalla” -ha escrito sobre ella con su letra de profanador de pieles de naranjos.

Pero ésa ya es otra historia… La de aquellos ojos donde ambos perdimos el sosiego…


No sé si esta noche Manuel dejará de respirar. Yo no soy lector de obituarios. Tal vez mañana, o tras mañana, o el próximo otoño escuche, en un retazo de sucesos, que la tierra se tragó a otro loco que sobraba caminando sobre ella… Lloraré entonces, porque ya tengo a muchos bajo el pasto...  

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