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LA ENFERMERA QUE NO TENÍA MEMORIA (CAP.III)

CAPÍTULO III





De los primeros rayos de sol que entraron por la ventana del dormitorio, sólo el último - que llegaría tarde a la salida - se recreó en los párpados cerrados de Elena. Sorpresa llevaba un buen rato maullando suave desde su prudencia de gata bien enseñada - no recordaba la pobre un hambre tan machacona -, y, haciendo honor a su nombre, se extrañaba de que su ama, aún anduviese en brazos de Morfeo. Elena se despertó con el sabor de la luminosidad en su paladar. Un ligero movimiento de un cuello dolorido por una noche más larga de las habituales, le fue suficiente para temer lo que comprobó nada más abrir los ojos: las manecillas del despertador señalaban las nueve de la mañana. La lectura de lo que ella consideraba una catástrofe, - no acontecida en veintiséis años de servicio -, fue rápida: hacía más de una hora que debería de estar en la Clínica. En aquel momento a Elena no le cupo sino incorporarse, mojar sin miramientos su cara de agua limpia en el aseo de media bañera y, olvidándose otra vez de Sorpresa y de sus bolitas con sabor a pescado - que al final iba a conseguir que se hablara de la primera gata mártir -, recorrió con un número de pulsaciones, que ella misma hubiera considerado preocupantes en cualquier enfermo, el camino al trabajo.

Tras el mismo mostrador de madera pulida Jacinta - que con la misma actitud podía esperar a una preñada con dilatación suficiente para parir allí mismo, que a alguien que no llegara a su hora - movía la cabeza con gesto de desaprobación, - como si alguien le hubiera encomendado a ella lo que tenía o no que aprobar.

- El doctor Ruidera comenzó hace más de media hora la consulta, le acompaña Pilar, que hoy era refuerzo en Urgencias y no parece que haya mucho movimiento... - Jacinta no hablaba: gruñía. Era uno de tantos de   sus gestos de pistolero desafiante. Echaba sus codos y dejaba caer los gruñidos en cascada, como eructos ruines e  incontrolados.

- El tráfico...

- El tráfico es el mismo de todos los días Elenita, vamos a dejarnos de coñas, si se te han pegado las sábanas, pues eso, que sólo Dios es perfecto hijita - Jacinta creía mucho en Dios, aunque habría que ver lo que Dios podría pensar de ella -. No era de extrañar este tratamiento casi vejatorio. La intachable conducta de Elena levantaba no pocos recelos entre los compañeros, que era sabido por todos que si ya no ocupaba el puesto de enfermera-jefe era porque Rebeca, la designada en su momento, tenía unos muslos prietos y largos que traían de cabeza al director, y un arte de alta cabaretera para enseñarlos y para decir, dejando las sílabas reposar ligeramente en sus labios, lo que usted mande don Arturo..., y seguro que don Arturo mandaba más de la cuenta...

Elena tomó en la cafetera automática de la planta baja el primer café del día. Era el singular café de todos los hospitales, que uno sabe que lo es porque lo pone en la máquina, que si no se podían hacer todo tipo de cábalas para adivinar el nombre de aquel líquido pardusco. Como ausente, quedó de pie en el pasillo con olor a desinfectante. Sorbo a sorbo, su memoria le trajo la carta a su fantasía de niña, y entonces apareció la sonrisa plácida en su rostro, tampoco es para ponerse así por haber llegado algo tarde... Arrojó el vaso de plástico a la papelera y se encaminó a la consulta de dermatología. Por el pasillo, donde algún enfermo descansaba - no se sabe muy bien de qué - en su silla de ruedas, alisó como pudo los pliegues de su falda, - que en fragor solitario     de la noche ni tan siquiera se había desvestido -, mientras se colocaba la bata blanca y la identificación correspondiente, al mismo tiempo que apuntalaba su pelo con varias horquillas que rescató perdidas de algún bolsillo. Tras unos golpes de cortesía, Elena abrió la puerta de la consulta, los ojos de color indefinido del doctor Ruidera se apartaron de la espalda de un enfermo con claros signos de una psoriasis galopante  y se posaron en los suyos...

- Elena, ¡gracias a Dios!, me tenía usted ciertamente preocupado...

¡Santa Bárbara bendita!, el doctor Ruidera preocupado por su tardanza. ¿Qué temería? ¿Tal vez un desplante infinito al amante recatado? A Elena, entre pensamiento y pensamiento, le volvió a galopar el corazón...

- El tráfico – dijo sacando las palabras como si anduviese tirando de ellas.

- ¿Qué me va a decir a mí?, un verdadero infierno ¿verdad? Muchas gracias por su ayuda Pilar, Elena seguirá atendiendo la consulta...        - Pilar, una zaragozana con cara de rana seria, dirigió una mirada nada agradable a la enfermera titular de la consulta y, con un gesto de hipócrita cortesía que no engañaba a nadie abandonó la sala.

El enfermo con la espalda desnuda, mostrando sin pudor su piel descamada, atendía a la conversación sin saber muy bien si ésta le daba derecho a protestar por el aparente desinterés o no. Antes de que pudiera seguir dilucidando sobre si estaba recibiendo la atención, el doctor Ruidera volvió a colocar su ojo derecho tras la enorme lupa que quedaba fijada al brazo de la camilla. - Es un caso de psoriasis avanzada - el doctor hablaba ahora para Elena - el foco se ha localizado en la parte dorsal, pero no hay que descartar una extensión rápida, fundamentalmente hacia las articulaciones...

A Elena, todo ese diagnóstico, tantas veces escuchado, le traía al fresco. Por una vez su profesionalidad había sido derrotada en noble lid. Supo que había que dar cita para un mes después, era lo habitual en esos casos, así que la inercia le permitió seguir en las nubes...

Mientras el doctor Ruidera se lavaba las manos se dirigió al enfermo con su mesura natural - Amigo, el caso no es excesivamente preocupante, aun pensando en la molestia, debe tener claro, y hacer que los demás lo sepan, que la psoriasis no es una enfermedad contagiosa y mucho menos grave. Debemos parar su más que posible extensión a otras partes del cuerpo. Vamos a comenzar con un tratamiento de sujeción que actúe lo más rápidamente posible, pase por aquí en unos quince días para ver si el efecto de los corticoides es el esperado. Elena asintió con la cabeza, pero ya estaba tomando nota del nombre del enfermo justo un mes después de la fecha y traspasando ésta a una tarjeta que le fue entregada.

- ¿Parece que no ha pasado usted buena noche, Elena? - El doctor Ruidera hablaba mientras lavaba sus manos bajo el chorro de agua limpia.

- Sí... Bueno es que... Sorpresa está algo pachucha ¿sabe?       - Elena no hubiera sabido contestar otra cosa aunque le hubieran dado toda una vida para pensarlo.

- ¿Sorpresa?...

- Sí, es el nombre de mi gata, creo que se lo he comentado en alguna ocasión - en aquél momento Elena cayó en la cuenta de que el animal llevaba varios días sin recibir su ración habitual- ¡Santa Barbara bendita!... – aunque no había tronado se volvió a acordar de la Santa.

- ¿Ocurre algo?

- No, no nada, acabo de recordar algo que he de resolver sin falta, pero lo haré esta tarde aprovechando que libro  - Elena se guardó muy mucho de confesar al doctor lo verdaderamente ocurrido, aunque no iba a pasar mucho tiempo para que éste comprobara que la memoria de Elena seguía siendo todo un problema para ella. Jacinta, entró en la consulta al estilo de como se entra en un salón del viejo oeste americano - le falta escupir, había pensado Elena en muchas ocasiones.

- Doctor, un señor que dice haber sido atendido por usted le ruega sea tan amable de aclararle si los meses son ahora de quince días - la cargante ironía de Jacinta instigaba cada una de sus frases hasta hacerlas algunas veces un jeroglífico casi indescifrable.

- Siento no entenderle Jacinta...

- Verá, al parecer usted le ha dicho que vuelva pasados quince días a la consulta y, al parecer, la enfermera Trazas, le ha apuntado en la fichita que lo haga dentro de un mes. Supongo que, de ser cierto lo que dice el paciente, se habrá de seguir el criterio que impone la jerarquía medica.

- Así es Jacinta, pídale disculpas en mi nombre y sea tan amable de rectificarle la fecha - el doctor Ruidera sabía que pedir amabilidad a Jacinta era como pedir a un psicópata que no disparase a las cabezas ajenas porque eso no estaba bien.

Cuando Jacinta cerró la puerta de la consulta, el azoramiento había llegado a tal límite en Elena, que no parecía que pudiera quedarle más sangre que la que se concentraba en su cara.

- Lo siento doctor... la precipitación...

- No se preocupe, no tiene más importancia, pero intente concentrarse algo más en el trabajo. No me gustaría que tuviese problemas. ¿Cómo siguen las visitas al doctor Camino?

- Bien supongo, - Elena no se atrevía siquiera a levantar la mirada de las losetas blancas -, pero el tratamiento es lento. De todas formas lo de hoy...

- No se preocupe más. Un desliz sin importancia. ¿A quién no le ha ocurrido eso alguna vez? - Al oír aquellas palabras Elena recordó cuando el doctor Ramiro no encontró sus gafas aquella mañana de hace veintiséis años. Tampoco aquello le pareció al doctor importante... - Anoche yo también tuve problemas en conciliar el sueño -prosiguió Ruidera-. La vida es difícil   y la cabeza gira y gira, como en      aquel tango argentino, alrededor de explicaciones que nunca nos van a llegar. Si muchas veces viésemos desde fuera lo absurdo de algunas de nuestras actuaciones nos reiríamos de nuestra propia estupidez, pero supongo que eso es un eterno reto a batir. ¡Vaya perorata, eh! , discúlpeme Elena, ¿qué le pueden importar a usted mis problemas, sobre todo si los encierro en una filosofía tan barata?

Elena le hubiese suplicado al doctor que siguiera hablando hasta que su voz de barítono joven se hubiese agotado para siempre. 

- No doctor. Tiene toda la razón en lo que dice, yo también me pregunto en muchas ocasiones sobre cuestiones de ese tipo, supongo que todos los hacemos, pero... -Elena estuvo a punto de decir ¿cómo no me van a importar?, ¿cómo no me van a importar sus problemas ahora que empiezo a entender que usted y yo no somos tan distintos?. Le salvo la sensatez. Tal vez la campana en el cuadrilátero de la conciencia. Tenía suficientemente claro que el doctor necesitaba poner en orden sus ideas. Si la había elegido a ella para hacérselo más fácil, ella iba a estar allí. En el lugar justo que él señalara.

- Agradezco que una vez más sea comprensiva - el doctor bajo el tono de su voz hasta hacerlo confidencial,  no abundan las personas como usted.  Elena estaba fuera de sí, hubiera agarrado al doctor por la bata y le hubiera gritado que lo amaba. Eso ocurría siempre en las películas. Ese era invariablemente el instante previo al primer beso. Al beso eterno. Luego el THE END...

- No tiene que agradecerme nada doctor, soy yo la que me siento realmente a gusto compartiendo con usted la consulta - el azoramiento de Elena tomó tal cariz tras la confesión, que alguien podía haber apostado a que algún vaso sanguíneo de su cara andaría a punto de romperse y se derramaría por entre las losetas pálidas, inamovible punto de referencia en la mirada de Elena que seguía sin atreverse a enfrentarse a los ojos grisáceos, como de felino manso, de Ruidera-. Sentiría que tuviese problemas en la Clínica - Elena buscaba cualquier artimaña noble para intentar saber de dónde podía venir el desvelo reciente del doctor.

- No, no tiene nada que ver con el trabajo, lo cierto es que desde hace un tiempo... ¡Dios mío!, las once y cuarto, hace más de media hora que debería de haber hecho una llamada importante. Discúlpeme. ¿El próximo paciente?... - rebuscó entre sus papeles perfectamente ordenados - ...sí, a las once y media, le ruego vaya preparando lo habitual.

Cuando el doctor Ruidera salió de la consulta Elena cayó desplomada en la camilla. Cuarenta y siete años de su vida eran insuficientes para explicar una angustia como la que sentía. Es usted doctor Ruidera, es usted... esto es un puzzle complejo donde las piezas van encajando... no pueden ser fantasías mías... ¡claro que no!..., eso sólo pasa en las películas...

El doctor no volvió a aparecer en todo el día por la Clínica. Las citas previamente concertadas fueron anuladas con la consiguiente irritación de los pacientes. A eso de las tres, Elena seguía sentada en la camilla de la consulta.

(Continuará...)


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