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PEQUEÑA ESTROFA DEL PIRATA VIEJO



Al pirata viejo le brillaban dos cosas: su diente de oro y su garfio de plata. Al pirata viejo y sucio se le había adelantado la vida como un bajel veloz. De su cara afilada se descolgaba una barba estrepitosamente abundante y sobre su hombro izquierdo no retozaba un lorito francés sino un considerable rimero de caspa. El pirata viejo no tenía galones ni falta que le hacían, su voz -potente como un trueno- era capaz de tumbar a veinte gandules bien en proa, bien en popa. Era el pirata viejo amigo del ron negro y del silencio, compañero infatigable de la luna a la que hablaba con su susurro sonoro cada noche de vigía. Tenía el pirata viejo un perro lleno de pulgas y un gato con olor a pescado. Tenía un cañón sin pólvora y un cofre sin tesoro. El pirata viejo tenía un ojo blanco sin retina ni pupila y un parche enmohecido de tanto llanto que inútilmente lo camuflaba. Y es que lloraba el pirata viejo, lloraba y caían abundantes las lágrimas por su ojo blanquecino –que por el otro no lloraba. Lloraba por una sirena, por una sirenita clara que, después de llamarlo un día, se perdió por siempre entre las aguas…

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