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DIOS, ESCUCHA...



El miedo que inyectaron en mis huesos curas enjutos de sotanas negras y descoloridas me conminó a ser creyente. No sé exactamente en qué consiste. Me sometí in illo tempore a tu divina providencia porque entonces ni quedaba remedio, ni yo tenía argumentos suficientes para desmontar las intenciones de mis próceres. Pero hoy te hablo de igual a igual. No me importan los universos que hayas creado, ni a cuántos hiciste volver de la muerte, no me importa que te veneren en ciudades santas, ni que te levanten templos que anhelan  hurgar el cielo. ¿Tu cielo?  No he visto las escrituras de propiedad. Pero no intento discutir tus dominios porque conozco perfectamente los míos y sé que no llegan hasta tan lejos. Te escribo como un soldado atrincherado esperando la bala en su refugio. Como un intenso buscador de tesoros sabedor de que nunca llegará a la ciudad prohibida. Te escribo desde la distancia que me produce tu incertidumbre y desde la cercanía que nace de mi indolencia. Te escribo hoy sin miedo, sin el menor atisbo de este temor atávico que inyectaron   –a fuerza de salmos primitivos- en mis venas los que decían ser portadores de la verdad. Dicen que me hicieron a tu imagen y semejanza. No te he visto en ningún espejo. Pero la visión de mi rostro macilento diría muy poco de tu estampa si fueras mínimamente parecido a mí. El cansancio se acumula entre mis huesos y ha formado un nido prematuro y escaso. Y es este cansancio, esta laxitud  sombría y dolorosa, pero a la vez bizarra, la que me hace alzarme con mis mínimas fuerzas hasta alcanzar la serenidad suficiente para encontrarte. Y encontrarte significa exigirte. Sí, exigirte. No te extrañes. No alces ya tu dedo hiriente ante mi blasfemia. Llevas demasiados años haciéndolo tú conmigo. Y ya me he cansado de suplicarte. Hoy te exijo con todo el derecho que me da el que tú me crearas sin preocuparte de mi necesidad de ser creado. De que hicieras de mí un cliente de tu cielo de ambrosías. De que me eligieras sin yo pedir ser elegido.

Hoy te exijo, no que apartes de mí este cáliz, sino que lo llenes de primaveras. Que rebosen sentido mis sufrimientos –y que ese sentido no sea el reino de tus cielos. Que pueda entender de cada amanecer el porqué de su existencia. Que cada anochecer me premie con la sensación de que algo quedó por hacer. Te exijo que les des a mis ojos la virtud de ver cosas nuevas y a mis oídos el privilegio de oír lo nunca escuchado. Te exijo Dios que seas humano, que no te cobijes en tu divinidad aclamada para fustigar mi alma con el sinsentido del dolor. Te exijo tener ahora la explicación clara y exacta del porqué del privilegio de los inútiles y la esclavitud de los valerosos. No pido tu compasión, pido tu cordura. No pido tu clemencia pido tu justicia. Ya dijo el maestro –no el tuyo, sino el mío- que este mundo estaba repleto de deficiencias, ten los suficientes arreos para paliarlas o, por dios te lo pido, desaparece para siempre.

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