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LA CITA



Te recuerdo con el cuello del abrigo levantado. Había ventisca y el frío calaba hasta los huesos con su ritual de invierno. Entramos en aquel bar que olía a churros y a canela. La tarde se había venido desapacible y, sólo el color inmenso de tus ojos, daba un roce de alegría al atardecer quejumbroso y desconsolado. Me recree en tu sonrisa como en tantas otras ocasiones. Eras bella. Inmensamente bella. Insistí en ayudarte a quitarte el abrigo y lo colocaste con cuidado de madre sobre el respaldo de la silla. Así tu mano con la impericia de un adolescente. Sólo eran dos citas y ya te consideraba mía… Mis palabras se estrellaban torpes adelantándose a mis pensamientos y, aquél camarero de ojos irritantes reía desde lejos con mi mascullo pueril y aturdido. ¿Cuántas veces te había dicho ya que te quería? Y tú reías… Desdoblabas tus dietes de nácar en una mueca graciosa y ágil. Me observabas atenta, como se observa a una especie de bichejo raro. Mi mano sudaba y sentía en la tuya el tableteo tranquilo de tu corazón. Apenas había ruido. Te besé en un dedo -¿el índice?-, no me atrevía a más. Y sentí tu perfume sereno y extenso. ¿Cuántas horas pasaron? ¿Cuántas veces tracé con mis ojos cada hueco de tu rostro? ¡Dios, cómo te quería!

Salimos por la puerta y el anochecer se había hecho mayor. La luna se tapaba con una nube y apenas se vislumbraban las estrellas. No me despedí. No hubiese soportado la amargura de decirle adiós. Te vi alejarte con el cuello del abrigo levantado hasta que fuiste una sombra lejana en el tapiz de la noche

Lo he soñado tantas veces que no recuerdo si aquella cita terminó así…


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