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LA ENFERMERA QUE NO TENÍA MEMORIA (CAP.II)



CAPÍTULO II

Hace apenas dos años que llegó a la Clínica de la Concepción el doctor Ruidera Cambá, un dermatólogo interino de rasgos albinos y acento gallego. Por aquello de que la vida es caprichosa, Elena fue encomendada, por expreso deseo del director, a la consulta del recién llegado y, entre dermatitis y dermatitis, comenzó a experimentar un sentimiento extraño que nadie antes le había presentado... El doctor Ruidera era una persona entrañable, intachable en su trabajo y, a decir de todos, de porvenir más que prometedor. Su trato con los pacientes era ejemplarizante y sus diagnósticos, calificados de certeros, se cerraban en la inmensa mayoría de los casos con tratamientos exitosos que alegraban a Elena hasta tal punto que, a veces, hasta le daban ganas de aplaudir. Elena se sentía realmente encantada con su adscripción a la consulta y, por primera vez en veintiséis años de estancia en la clínica, sintió tener, más que un superior, un compañero - que no eran pocos los que se pasaban la vida eludiéndola por si se enganchaba demasiado la solterona... -. El doctor Ruidera se preocupaba por ella cuando, más de una mañana, Elena llegaba con los ojos rojizos, señal inequívoca de sus intranquilas noches de desvelo - que ya dijo el poeta que las batallas de amor son lides para campos de plumas -. Y hasta una tarde de marzo, en que la consulta fue breve, ambos se fueron a ver, la enésima reposición de la película Casablanca en el mismo cine de siempre, ése donde tantas veces le asomaron a Elena las lágrimas cuando las hélices del avión comenzaban a girar esperando la decisión irrevocable de una Ilsa increíblemente bella. Pero ese día, en que el doctor Ruidera se presentó en la sala con un cartucho inmenso de palomitas y dos refrescos de cola, estaba tan entusiasmada de no sentirse sola, que hasta le dieron ganas, cuando llegó su escena favorita - la que acontece en un “Rick’s Cafe” abarrotado de sórdidos alemanes - de subirse en el asiento abatible y cantar al lado de aquellos  franceses invadidos, para que todos se enterasen de que ella, como aquéllos, también había sido invadida, aunque de forma bien distinta. Luego, dejada entre las últimas arrugas de la pantalla la desconsoladora despedida y la oportuna amistad del gendarme con cara de buena persona, Elena supo que el doctor Ruidera odiaba los pepinillos - que nunca le supieron más amargos los de su hamburguesa - y al final, como hombre galante, la dejó en casa, donde Elena estuvo buscando las llaves en el      bolso ante la mirada tranquilizante del doctor durante un rato que se le hizo eterno, cuando al fin las encontró - que se hubiera muerto allí mismo de no hacerlo -, dio unas buenas noches azoradas y comenzó a oler a las coles hervidas de siempre mientras se perdía en la penumbra de la única bombilla que alumbraba el portal.

Al día siguiente, a eso de las cinco de la mañana, Elena tenía ya puesto el mismo traje de flores que lució en la boda del doctor Amado. Se había dejado suelto el pelo y hasta anduvo recatadamente delineando el perfil caído de sus ojos. Cuando se creyó bella, anduvo delante del espejo girando y girando como la bailarina de juguete que andara presa de su peana musical, hasta que el maullido humilde de Sorpresa, le recordó que el pobre animal había sufrido otra noche de vigilia obligatoria. Elena le anduvo un buen rato dando explicaciones y le prometió que jamás la olvidaría - como si ella pudiera afirmar eso de algo por muchas ampollas de fósforo que siguieran alimentando su desnutrida memoria - y que, además, la llevaría con ella a donde fuese y, cuando la conversación hubo terminado, ya desde la puerta se volvió sonriente y, emergida de entre la misma nube de siempre, contemplando esos ojos de gata que parecían comprenderlo todo, le dijo sin reparos y con todo el calor abochornado en sus mejillas: “ya verás cuando le conozcas...”

Cuando subía uno a uno los peldaños de la Clínica Elena tuvo un fatal presentimiento que despreció pronto - que no es bueno tener mucho tiempo dentro los malos presagios, que se lo acaban comiendo a uno -. Al llegar al mostrador, Jacinta - una ayudante de clínica mitad mujer mitad Jonh Waine -, le advirtió con cierta sorna: “el doctor Ruidera ha llamado. Tardará algo más en llegar, ha ido a recoger a su prometida al aeropuerto, me comentó que prepararas las fichas de las citas de las nueve y las diez menos cuarto...” Elena creyó adivinar una sonrisita de satisfacción en el cuatrero vestido de auxiliar... Recorrió el largo pasillo hasta llegar a los ascensores, pulsó el botón de llamada, esperó unos segundos, montó en el primero que llegó, y en cuanto la puerta estaba cerrada, en solitario, lloró tres plantas...

Días después supo que el doctor Ruidera tenía novia desde hacía nueve años en Granada, y que los desposorios podían acontecer en cuanto ella terminara su tesis sobre Kelsen y la supuesta ausencia del concepto de equidad en su filosofía. Todo ello le fue relatado con pelos y señales por una compañera de trabajo presentada voluntaria para dar la noticia, que no faltaron espontáneas a la labor; se trataba de la solterona, y la solterona era buena presa para descargar algo de mala leche, que de eso casi nunca falta.

Durante las siguientes semanas la memoria comenzó a jugar malas pasadas a Elena. Se le perdían historiales de pacientes - algunos de pago, que eso sí que dolía a los gerifaltes de la clínica -, las citas eran apuntadas de forma errónea, algunos análisis enviados a la Ruber o a la Paz eran devueltos por falta de datos en los formularios que los acompañaban. El doctor Ruidera comenzó a preocuparse. Él sabía lo de la memoria de Elena - era la única persona con la que Elena se sinceraba en ese sentido, aparte de la aquélla ya vieja referencia al doctor Ramiro y de las largas charlas con Sorpresa -, pero nunca como ahora había afectado tanto a su trabajo. El doctor Ruidera le sugirió unas vacaciones       - llevaba más de cinco años rechazando el descanso estival, para alegría de alguna que otra aprovechada -, un pequeño descanso que la alejara del estrés propio de la clínica. La negativa fue rotunda no me ocurre nada, serán otra vez las hormonas...

Desde sus cuarenta y siete años de soledad, Elena encontró toda la sensatez del mundo a la insensatez de sus ilusiones vanamente creadas, pero, por suerte o desgracia, el amor no entiende de razones, que ya dicen que la razón esta hecha para otras cosas...

Un veinte de octubre Elena volvió al cine del barrio. Reponían Casablanca. Tres parejas, con caras de estudiantes, que apenas llegaban a los veinte y ella, que los había pasado de sobra, se encontraban frente a la pantalla apaisada. Elena volvió a oír la Marsellesa, volvió a sentir El tiempo pasará, volvió a contar los cigarrillos que apuraba Rick, volvió a sentir la lluvia mezclada con el olor a gasolina del último avión y, al final, como siempre, encontró el THE END ocupando toda la pantalla. Por primera vez en su vida quedó en el cine hasta que el último título de crédito dejó la sala totalmente a oscuras, luego la luz, y algo más tarde, un acomodador vestido de general pobre que le preguntó si se encontraba bien. Elena no contestó. Cuando salió del cine, la lluviosa noche de Octubre le dio en la cara como si estuviera esperándola. Comió una hamburguesa sin pepinillos y emprendió un lluvioso camino a casa. La luz pobre del portal le avisó que había llegado. Elena se quedó un rato mirando el casquillo de la bombilla y se preguntó como seguía aguantándose en el mismo cable deshilachado desde hacía tantos años - las cosas más importantes necesitan a veces poco sustento, pensó con un presuntuoso aire filosófico en el rostro -, y cierto que, aquella noche, la luz tenue fue importante para ella. Sin su mínima presencia no hubiera podido entreadivinar que en su buzón asomaba un sobre blanco. Sorprendida porque la correspondencia bancaria - que otra no era la que llegaba - le había sido entregada esa misma mañana por Antonio, el portero de la finca, - ese del que Julia, la del segundo, decía que parecía que lo entregaron con el inmueble - abrió la pequeña cerradura metálica y recogió el sobre que reposaba en vertical sobre la pared cromada. En la parte frontal se leía con claridad meridiana Para Elena. El sobre no estaba timbrado y carecía de remite, no cabía duda de que alguien lo había dejado furtivamente en el buzón. Un ligero escalofrío recorrió la espina dorsal de Elena. Llegó incluso a pensar en dejar la carta en el buzón y esperar a la claridad del día - donde las sombras no existen, o al menos no se atreven a salir tanto - para abrirlo, pero en un gesto decidido lo dobló, lo introdujo en el bolsillo de su abrigo recio de miliciana, y comenzó a introducirse en el olor a coles con cierto desazón...

Sorpresa la esperaba en la entradita volviéndole a recordar que el hambre le apretaba las tripas. Fue reconfortante encontrar a alguien conocido, la tomó en brazos y pasó con ella al dormitorio. Allí, sentada en su cama de soltera, abrió el sobre y comprobó que, por todo contenido, guardaba una cuartilla a medio doblar. Suspiró en un acto de relajación - a fin de cuentas qué daño puede hacer una cuartilla... -. La desdobló y sintió como la cabeza se le llenaba de sangre, de una sangre densa y turbulenta...




Mi amada Elena:

No puedo ocultar por más tiempo lo que siento por usted. Me gustaría estar presente cuando leyera estas líneas para disculpar mi osadía, pero el amor tiene la virtud de hacer del hombre más prudente el más temerario. Le ruego que no sienta desasosiego alguno por la presente, quien esto escribe maldeciría mil veces su torpeza si así fuese. Tómeme, si así lo piensa, por un loco, en el amor de galopa a lomos de la locura... Pero la gran locura que me envuelve es la que me produce el no tenerla ahora más cerca. Mis noches de desvelo son eternas, y en esa eternidad sólo usted es la diosa que idolatro. La vida nos está esperando mi amada Elena, nos espera con los brazos abiertos, como lo hace la vida cuando le da por sonreír. Tenga por cierto, por lo más cierto del mundo, que haré lo imposible por conquistar su corazón y, desde ese logro, embarcarnos en la aventura más fascinante de la vida, esa que estaría reservada a los dioses si no hubieran tenido el noble gesto de compartirla con nosotros.

Siempre suyo 

Leyó aquellas letras inclinadas tantas veces que ya las repetía de memoria. Era él. No podía ser otro que él. Conocía su letra a la perfección - eran muchas las recetas que le había visto extender - y aunque, por presunta discreción, la letra estaba ligeramente distorsionada, - el amor a veces es ágil en esconderse -, no había podido borrar los rasgos fundamentales de sus eles altas, de sus vocales casi machacadas, de sus puntos y acentos desordenados...

                        (Continuará)

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