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LA ENFERMERA QUE NO TENÍA MEMORIA (ÚLTIMO CAP.)



CAPÍTULO FINAL

A las diez menos cuarto de la mañana del domingo catorce de Noviembre una ambulancia y un coche del 091 se encontraban en el número once de la calle Ayala. Antonio el portero avisó a la policía cuando comprobó, en su limpieza rutinaria, que la puerta de Elena Trazas - esa solterona que vivía con una gata - se encontraba entreabierta y pensó que era mejor no arriesgarse a ver que razón podía haber para ello. Cuando el agente de turno abrió - con las precauciones aprendidas en la Academia - la puerta de par en par, le pareció que todo podía ser una falsa alarma. Todavía desde fuera, comprobó que, aparentemente, todo se encontraba en orden: la cerradura no aparecía forzada, y no había ningún indicio que apuntara a la existencia de algún acto delictivo. A su lado un oficial barbilampiño con cara de oruga aletargada y las punteras de los zapatos juntas, como un reloj que marcara las horas hacia dentro, llevaba la pistola en la mano y un poco más atrás, Antonio,    - el conserje que entregaron con las llaves -, no se atrevía a acercarse demasiado por si las moscas... El primer policía entró en el piso - era claramente más decidido que el segundo, al que se le notaba a legua su bisoñés en el Cuerpo -. Cuando los dos estuvieron dentro del salón con barra americana, Antonio hizo un esfuerzo de curioso reprimido y puso el pie y la mirada bajo el quicio de la puerta abierta. Al fondo, la puerta del dormitorio se encontraba totalmente cerrada, y un maullido que, al principio, confundieron con el llanto de un crío no cesaba de advertirse en la estancia. Es el gato - aseveró el portero desde su posición sin riesgo de curioso -. El policía con cara de oruga giró el pomo de la puerta - que a lo mejor quería una medalla recién entrado - y encontró el cuerpo de Elena tendido en la cama. Nadie hubiese sido capaz de inclinarse en señalar si estaba muerta o dormida. El agente se acercó a Elena mientras gritaba a Antonio, con los nervios ligeramente perdidos “Llame a una ambulancia por el amor de Dios...”. Se echó sobre el pecho de esa mujer a camino entre el sueño y la muerte y, al mismo tiempo que sentía el latido casi imperceptible del corazón, vio sobre la mesita de noche, la misma donde una estampa de Santa Bárbara esperaba a ver si tronaba y se acordaba alguien de ella, un bote con dos pastillitas rosas. Dios, se ha atiborrado de alguna porquería - dijo mientras señalaba al otro agente el envase casi totalmente vacío de comprimidos.

La ambulancia tardó lo suficiente en llegar como para que fuera demasiado tarde. Los masajes cardiacos fueron inútiles. Deben de llamar al forense de guardia... - dijo con voz grave el doctor que le puso a Elena, cerca de sus labios gastados, un espejito que encontró sobre la cómoda - ...ya saben que en estos casos ha de intervenir... Se llamó al forense, y uno de los policías bajó al coche para pedir instrucciones a su superior.

El coche del forense - de color oscuro por supuesto - tardó algo más en llegar, -¿qué prisa podía ser necesaria ya?-. Elena se hubiera sorprendido si hubiese visto entrar junto al forense al doctor Ruidera y tras él al doctor Camino. Fue éste último el que desayunando casualmente con el forense    - por cosas de la amistad - identificó las señas indicadas con las de su paciente Elena María Trazas Valle, la enfermera cincuentona de La Concepción, y el que llamó a la Clínica por el teléfono móvil de su colega para confirmarlo. De allí partió el doctor Ruidera hacia la calle Ayala cuando Jacinta le dio la noticia con la gravedad de quien anuncia un duelo al sol... Todos llegaron a la vez. Hasta el comisario de zona. Todos entraron a la vez en el piso. El forense se acercó al cuerpo inerte como correspondía a su función. Comprobó el pulso y cruzó unas palabras con el doctor de urgencias. Luego abrió su maletín rechoncho y sacó unas cuantas bolsitas de plástico de diferentes tamaños. El doctor Ruidera, a sabiendas de que no era muy correcto lo que hacía - aun previamente identificado como médico y compañero de la muerta - se acercó donde yacía Elena y donde el forense echaba el frasco con las pastillas rosas en la primera de las bolsitas.          

- ¿Anfetaminas?

- Ansiolíticos -le respondió el forense- una dosis que mataría a un caballo. Le ha ido debilitando el corazón hasta parárselo en seco. Un ejemplo de suicidio fácil y al alcance de cualquiera.

El comisario tomó palabra en la conversación, mientras el doctor Camino, desde su obcecación de psiquiatra desconcertado, se andaría preguntando si las hormonas habrían tenido algo que ver en la decisión de arrancarse la vida.

- Doctor, - el comisario se dirigió a Ruidera - me han dicho que usted la conocía.

-  Trabajaba conmigo en la Clínica de la Concepción, en la consulta externa de Dermatología. Era una buena enfermera... - el doctor Ruidera se calló que también era una gran persona, porque eso siempre se dice de los muertos...

- ¿Conoce alguna razón para...?

- No. - Ruidera fue tajante.

El doctor Ruidera se notaba visiblemente afectado, como si él mismo hubiese tomado partida en la muerte. Estaba fijo en el cuerpo de Elena sobre la cama y le llamó la atención el que esa gata de color pardusco lo mirara como culpable de algo - Es absurdo, pensó, los gatos no miran, ven simplemente. La figura de Elena estaba nítidamente dibujada sobre las sábanas. Pensó que el forense había dejado entrever las palabras exactas para definir su muerte “...se ha ido apagando poco a poco...” . El pelo largo, el mismo que siempre llevaba recogido con horquillas y gomas, quedaba a su amor, como chorreado por el catre pequeño. No se podía decir, a modo de novela rosa, que la muerte había respetado toda su belleza - la muerte no regala belleza y Elena nunca la tuvo -, pero sí era cierto que la gravedad de sus rasgos de ser solitario no hacía desagradable la escena de su cuerpo inerte sobre el lecho.

El forense tomó del lateral derecho de la cama, el más cercano a la ventana pequeña que sólo dejaba ver un trozo ridículo de un Madrid cansado y a medio despertar, un tomo de cuartillas que apenas se habían desordenado. Comisario - inquirió antes de introducirlas en una bolsita, más grande que la primera, que ya tenía preparada. El comisario las tomó con cuidado y las pasó con un rápido movimiento de los dedos índice y anular, a modo del que mezcla la baraja antes de repartir. Son cartas de amor - sentenció. Al doctor Ruidera le cambió el rictus de su cara, podía esperar cualquier cosa, pero cartas de amor en el lecho de Elena no cabía dentro de sus cábalas.

- Es curioso... - el comisario se hablaba a sí mismo, pero con esa costumbre que tienen los detectives de serie de televisión, que hacen que los demás piensen que les están hablando a ellos. Aún con las cuartillas en la mano se dirigió a un pequeño buró que escondía su antigüedad en la esquina más remota de la estancia. - Es curioso... - repitió frotándose el mentón sin afeitar - Miren esto - al inquirir la presencia indefinida de alguien, tanto el forense como Ruidera se acercaron al escritorio - Observen, ¿ven estos triángulos que se repiten en cada una de la parte superior de estas cuartillas en blanco que hay aquí? Son exactamente iguales a      éstos. - El comisario habló jactándose en su apreciación, como si hubiese desenmarañado el asesinato del siglo. Era cierto, sobre el buró se amontonaban en un orden perfecto varios libretos de cuartillas blancas con los mismos triángulos que figuraban en las ya escritas. Sobre ellas un bolígrafo ramplón, de los que anda por cualquier lapicero de un colegial. El comisario tomó el bolígrafo e hizo un garabato sobre una de las cuartillas - ¡Ajá!, me juego la placa a que estas cartas están escritas por esa pobre desgraciada, pero no me pregunten aún porqué...

El doctor Ruidera dio un paso atrás. Un paso grave. Podía en aquel momento haber tomado la palabra y dejar a ese comisario de cine negro barato con la boca abierta, si es que el comisario hubiera visto algo más allá de su cigarrillo de sobras ya apagado. Él sí sabía el por qué. Elena una vez se lo confesó y él le dio la razón mientras curaban a un chiquillo que quiso quemarse a lo bonzo por un desengaño amoroso, “el amor se monta a galope en los lomos de la locura...”

Ruidera pidió al comisario si podía ver la fecha de las últimas cartas. Es un presentimiento,    - dijo lo más humildemente posible para que nadie, sobre todo el detectivesco personaje, pensara que quería quitarle su privilegiado puesto de pensador concluyente -. El comisario se las tendió con un gesto malencarado. - Falta la última... - dijo antes de que Ruidera las tuviera totalmente en su poder.

El doctor Ruidera lo comprobó por pura rutina. No falta, simplemente no existió nunca...- pensó para sí. Dejó las cartas al comisario y preguntó si podía ser útil para algo. Nadie le contestó. Cuando salía por la puerta de la estancia se dirigió en voz baja al doctor Camino que seguía sumido en sus pensamientos hormonales.

- Dios mío, sólo olvidó escribirse, sólo olvidó mantenerse viva, sólo ella lo podía conseguir. ¿Sabe doctor?, la ha matado su falta de memoria...

El doctor Camino no entendió absolutamente nada.

A lo lejos, entre su tazón vacío de leche y su recipiente sin  una sola bolita con sabor a pescado, Sorpresa maulló - con su sentido distinto al del resto de los humanos -, Ruidera   se sintió sobresaltado por aquél desconsolado maullido que parecía dirigido a él, cuando se cruzaron sus ojos grises con los del animal entendió. Ya sé que tú lo sabías...

FIN


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