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EL BULEVAR



Acusa esta mañana silencios de perro viejo. La lengua de la luna sigue asomada pálida y discreta. Con el día aún no levantado por el bulevar ya hay trasiego de pasos y palomas, y de una neblina inquieta que todo lo envuelve con su perfume húmedo y poroso. Los primeros camaradas del día se cruzan las manos con olor a limpio. Huele a café y a carbono. Se prenden los primeros cigarrillos, ésos que acabarán irremediablemente en los bronquios de los castigados.
Un reguero de adolescentes de faldas plisadas y grises caminan en una hila anárquica y sonora hacia el colegio más cercano. El bulevar se muestra pétreo y callado, como una estatua repartida linealmente a lo largo de la longitud que cubre. Al frente de todo el Gran Teatro: imperial y pleno. A su lado, más humilde, apuñalada por la calleja que los separa, la trasera de la Colegiata con sus arbustos sinuosos. Un quiosco nace, como una seta anacrónica, entre las baldosas y la tinta que chorrea por sus canales de metal escritura los primeros titulares. Es el día. La bendita y acostumbrada rutina de los hombres y mujeres que van y vienen. Sin paradas. Sin detener sus pasos sobre la acera invariable. Sin hacer caso a las palomas que, desde su atisbo escaso cagan y sueñan sin ninguna melodía.

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