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LA ENFERMERA QUE NO TENÍA MEMORIA (CAP.I)

CAPÍTULO I


Elena María Trazas Valle nació hace cuarenta y siete años en un pueblecito de la provincia de Badajoz. Elena - que el tiempo le acabó simplificando el nombre por eso de que la sencillez nunca está de sobra -, era hija del boticario que a más ranas torturó por toda la comarca y nieta, por parte materna, del primer Juez de Paz que anduvo por aquéllas tierras demarcando linderos y amojonamientos.

Elena estudió con las salesas hasta el PREU en un colegio de Almendralejo - el pueblo con más olor a licor de toda Extremadura -, y luego, por eso de que los padres no andaban mal de cobre, marchó a Salamanca a estudiar enfermería, cargada con dos maletas de ropa de abrigo, una muñeca de madeja a la que faltaba un ojo, y una fiebre de treinta y ocho que le trastocó todo el viaje.

Hoy Elena, después de que los años hayan ido irremediablemente cayendo, vive en Madrid, en un pisito con aseo de media bañera, dormitorio de soltera color provenzal, y un salón-cocina tipo americano. El piso, que se pierde en un reguero de escaleras oscuras con olor a coles hervidas, es más que suficiente para ella y para su única compañera: una gata llamada Sorpresa con siete años y cinco vidas, que un par de ellas ya las gastó por entre las ruedas del autobús.

Elena trabaja en la Clínica de la Concepción de Madrid desde que el doctor Ramiro le hizo aquella entrevista en la que comprobó, que a esa muchacha recién salida de la Escuela de Enfermería le acompañaba, además de la tenencia de un expediente académico sobrado, un sentido de la responsabilidad muy acorde con el trabajo que se le iba a exigir. Además, Elena no tenía novio, cosa que el doctor Ramiro, equivocado o no en eso de las apreciaciones, consideraba transcendental para una dedicación plena a la labor médica. Lo que en aquella ocasión el doctor Ramiro se calló - tampoco era cuestión de pregonárselo a la afectada - era que, a tenor de la poca belleza con que los genes habían dotado a la aspirante, ese novio podría tardar todo el tiempo del mundo en aparecer.

Al final de aquella entrevista, Elena, con su innata sinceridad, y aún a sabiendas de que su futuro profesional podía andar en juego, le confesó al doctor Ramiro uno de sus pocos defectos - que la fealdad que se sepa no tiene porqué serlo - “Mire de lo que yo ando muy mal es de memoria...” El doctor Ramiro rió con toda su risa de hombre serio mientras desplegaba en el sillón sus muchos kilos, y se lamía su calva brillante con esas manos blancas y largas que Dios sólo parece dar a los médicos... “Vamos mujer si llevo yo buscando mis gafas toda la mañana, y lo que quedará...”

Desde aquella entrevista, en la que definitivamente no fue óbice la memoria, Elena ha asistido a varios miles de partos - que ya son niños traídos a este mundo -; habrá empleado gasas como para envolver la tierra y algún que otro planeta más; y habrá derramado mercromina por rodillas y codos ajenos como en una guerra de cien años. Todo esto y más, lo cuenta con orgullo su tía Jacinta - que sigue cuidando de cuatro olivos retorcidos en el pueblecito extremeño - que, aunque no es andaluza, es una exagerada para eso de hablar de su sobrina, que salió lista la muchacha y ahí está, codeándose con los mejores médicos de la capital...

Cuando termina la jornada Elena va a un cine de barrio de los pocos que van quedando en Madrid, que justo le pilla de camino a casa, y ve una película de ésas en blanco y negro que hacen llorar, y en las que inmediatamente después del último beso aparece el THE END, y luego, sin esperar nunca los títulos de crédito - que a ella le trae al fresco quien hizo los decorados de la salita donde él le dice a ella que la desea con toda el alma, y ella le dice a él que lo amará siempre... -, se va al burger de al lado donde se pide una hamburguesa con queso y pepinillos, y luego se va a casa y se acuesta pronto, con la hamburguesa todavía girando en el estómago, y le reza a Santa Bárbara, no por si truena, sino porque es la patrona de su pueblo, que es de lo poco que no ha olvidado de él; que a padre y a madre se los llevaron a lomo los años, que es como los años se llevan a los viejos cuando antes no se los ha llevado a empujones alguna enfermedad. Cuando Santa Bárbara ha recibido la plegaria acostumbrada, Elena deja la Santa a un lado y se erige, en una fantasía mágicamente secreta, en la protagonista de la película aún fresca en su retina, y se siente mesada en sueños por esos galanes de canas encendidas y ojos azulados y, cuando sueña, hasta se le eriza la piel, y Sorpresa, - que como es gata tiene      el sentido más desarrollado que las personas - se le acerca y le ronronea al oído, y ella la aparta con ternura, para poder seguir en esa nube de celuloide, en la que se monta como si fuese un carrusel de feria con un bono de paseo infinito.

Elena María, además de sus más que respetables haberes mensuales, tiene unos ahorritos considerables en La Caixa de la calle Castilla que le rentan lo suficiente como para hacerse ilusiones de cambiar    pronto su pisito por una casita en Somosaguas, La Moraleja, o en cualquier otra urbanización con césped y piscina   de las que andan prodigándose por      los alrededores ricos de Madrid, que     la prodigalidad por los alrededores pobres no necesita de promotores ni constructores...

Elena, después de los veintiséis años que separan ya aquélla entrevista y, a pesar de que el doctor Ramiro no encontrara aquélla mañana sus gafas, sigue preocupada por su falta de memoria, y recuerda, con la chanza que le permite su inquietud que, siendo estudiante, y desesperada por la dificultad para memorizar la amplia panoplia de huesos, arterias, venas y músculos que nos andan por “los adentros”, tuvo la feliz ocurrencia, en los preliminares de un examen que exigía un alto conocimiento sobre la musculatura de la anatomía humana, de “bautizar” las cosas más usuales con el nombre de éstos para, de esa manera, andar en una continua repetición de los mismos. De esta rudimentaria forma de estudio, el despertador se convirtió en el digástrico, la tostadora en el matesero, la mantequilla en el mirtigorme, el equipo de sonido en el sartorio, y así hasta completar la extensa relación de extraños sustantivos que nos permiten reír, comer o hacer un corte de mangas. Luego, cuando caminaba por el césped mil veces pisoteado de la Ciudad universitaria, se decía para sí misma, para no abandonar el repaso, con silente elocuencia cantarina

Cuatro musculitos niña
se te mueven al andar,
el sóleo, los dos gemelos
y el delgadito plantar...

Era otra regla mucho más poética y ocurrente que había compuesto, con cierta musiquilla incluida, un tal Francisco Javier, un compañero, con nombre de santo, que andaba dando tumbos por los últimos cursos, y al que no se le podía negar la vena artística en esto de las reglas mnemotécnicas.

Durante todos estos años la obsesión por su falta de memoria ha seguido siendo clave en la vida de Elena. Atrás quedaron aquéllas reglas que   fueron repetidas para huesos y arterias, como atrás quedaron demasiadas fiestas sin compañero, y cientos de lunas solitarias, que contar eso ya sería harina de otro costal ... Hoy Elena, como mujer hecha y derecha que se precie, espanta la soledad como puede y, cuando no puede, va y llora un rato, sin excesos, con el comedimiento al que tanto enseña la soledad.

Su particular defecto lo ha suplido Elena con una concentración que le supone un agotamiento diario, inusual hasta para un trabajo de su responsabilidad. Merced a este celo a la hora de sus quehaceres profesionales, éstos sólo se han visto menoscabados en contadas ocasiones por su distintiva deficiencia y, cuando ello ha ocurrido, su competente destreza ha sido suficiente para mermar en lo posible los efectos producidos. De unos años para          acá Elena visita cada miércoles la consulta privada del doctor Camino, un especialista en psiquiatría y, en particular en trastornos de la memoria. Desde aquellas primeras consultas hasta la fecha, Elena ha tenido mejoras muy puntuales, pero a la vista de que la mejora no ha alcanzado los resultados pronosticados, el doctor Camino, aunque la sigue atiborrando de fósforo y algún que otro revitalizante del riego sanguíneo, mantiene que todo puede deberse a trastornos de tipo hormonal    - teoría muy frecuente en los psiquiatras cuando no tienen ni pajolera idea de por dónde meterle mano a la psique del paciente.

Lo que más desquicia a Elena es que, habida cuenta de la exacerbada aplicación que mantiene en sus labores médicas, cuando éstas no anda de por medio, la “desmemoria” se suelta las riendas y le produce verdaderos estragos. Así, no es raro verla poner el pisito patas arriba buscando cualquier documento extraviado que, al final y, una vez rezada la oración de San Antonio - de carrendilla y sin error, que si no el santo, que debe de ser un caprichoso, no concede la gracia - puede aparecer en el lugar más insospechado. Por desgracia para ella, Sorpresa es la que más sufre con el despiste congénito de su ama, que no son pocos los días en que su tazón de leche y su ración de compuesto con sabor a pescado no acaban de llegar, que el animal se ha ido acostumbrando al hambre      cual penitencia sacerdotal tan frecuente como involuntaria.

                        (Continuará...)

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