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LA ENFERMERA QUE NO TENÍA MEMORIA (CAP.IV)

CAPÍTULO IV

Antonio, el portero de la finca, andaba algo escamado con las continuas preguntas de Elena sobre si no había visto a nadie depositar correo en su buzón -¡Qué leche esperará la solterona ésta!, si sólo recibe las notificaciones de los intereses que le mandan los catalanes esos de La Caixa, que también manda cojones mandar los ahorros de los de aquí para los de allá arriba -. No cabía ningún genero de duda en que la persona enviada - quién sabe si cualquier chiquillo a cambio de un par de monedas - se cuidaba muy mucho de no ser vista - siguiendo con toda seguridad indicaciones previas -, y no cabía la tesis de que el doctor Ruidera lo hiciera de propia mano. Lo cierto es que las cartas se reiteraban día a día, cada vez más pasionales, cada vez dando a entender que el momento del desenlace quedaba más cerca...

...la amo Elena, qué más puedo decir. ¿Qué más puede un ser humano expresar con tal alta sinceridad? Cada día soporto menos el no decírselo cuando tengo cerca el olor limpio de sus cabellos aún mojados...

... se preguntará el porqué me oculto tras unas cuartillas de colegial. Déjeme tiempo. Sólo un poco más. Se lo contaré cuando la tenga en mis brazos. Cuando el tiempo sea nuestro, cuando esa propiedad divina no pueda ser arrebatada por nada ni por nadie...

Párrafos como éste eran delineados frecuentemente en las cuartillas blancas, que ensobradas, como presas del propio celo que las guardaba, se abrían en las manos de Elena. Ella, por su parte, seguía con sus propias indagaciones para cerciorarse de que nada de lo que pensaba podía ser una fantasía, una más de tantas por las que se había dejado rodear a lo largo de su vida. Así había descubierto que todas las  cuartillas eran exactamente iguales, con tres triángulos imprentados  que se superponían entre sí en una de las esquinas superiores. Buscó en las papelerías más cercanas al domicilio del doctor ese tipo de distintivo, pero la búsqueda fue inútil, nadie recordaba haber visto nunca ese tipo de marca. Estaba claro que el arsenal vino de lejos y estaría bien provisto.

 El doctor Ruidera había vuelto a la Clínica tras aquel día en el que marchó dejando desatendida la consulta. Su madre había estado muy enferma, así que tardó unos cuantos días más en aparecer por la consulta. Como único hijo tuvo que atenderla hasta que anduvo algo más recuperada, tras lo que pidió al director que le cediera una enfermera hasta que la recuperación fuese total, a fin de que él pudiese volver a atender su trabajo. El director, que no pasó por alto la necesidad de la presencia en la Clínica de Ruidera, accedió con gusto a la pretensión del dermatólogo, y una joven, recién llegada, fue encargada a domicilio del cuidado de la anciana. En cuanto estuvo repuesta la enferma, la joven fue remunerada según estipulación previa - y algún que otro emolumento graciable por el trastorno ocasionado - y Ruidera volvió a la tranquilidad de sus labores.

En esos días, en una de las cartas, Elena leyó un párrafo que apuntalaba aún más la procedencia de las mismas

... anoche recordé una frase que alguna vez leí de alguien, amada Elena, ¡juventud, cuyo recuerdo desespera!... En estos días en visto la vejez de cerca y le aseguro que su cara no es nada agradable...


Mientras todo esto ocurría, Elena seguía con su destino en la consulta junto a Ruidera. Que ella recordara – aunque eso no fuera mucho de fiar -, sólo el día que olvidó el pedido de gasas para la consulta comprobó que su memoria seguía siendo la de siempre. Sin embargo Sorpresa si llevaba ya un buen tiempo recibiendo su ración diaria mañana y noche - que se le veía más alegre y bruñida -. Cada noche acompañaba a su ama a la liturgia de leer aquello que le escribía su amado, la epístola sagrada sin la que la vida de Elena ya carecería de sentido.

...Anoche, volví a soñar con usted, mi amada Elena, si usted estuviera en todos mis sueños, no me importaría quedarme dormido toda la eternidad...

Elena repetía una y otra vez párrafos como éstos. Lo hacía bocarriba en la cama, casi desnuda, con los ojos cerrados y la imagen del doctor de ojos grises dibujada en lo más alto de su dormitorio.

Durante meses las cartas seguían siendo depositadas en el buzón con más o menos verticalidad, todo dependía del tamaño del sobre que, si bien éste variaba a menudo, la cuartilla, - una siempre -, era la misma, con aquellos tres rombos superpuestos en la parte superior derecha. Sin embargo, las relaciones entre el doctor Ruidera y Elena no variaron lo más mínimo, timidez y cortesía jugaban por toda la consulta a lo largo de la jornada. No hubo más sesiones de cine para ambos. Incluso Elena parecía haber perdido la afición, sólo un par de films le hicieron derramar alguna lágrima prisionera. Eso sí, seguía siendo una entusiasta de las hamburguesas - que además siempre fueron una forma de evitarle el engorro de preparar su     cena -, incluso llegó a tomar nuevamente alguna con pepinillos que le supieron a gloria, que el amor, pensó con acierto, no tiene porqué tomar perfecciones geométricas...

Una noche en que la tormenta se explayó sin miramientos por todo el cielo madrileño, Elena se permitió el lujo de volver en taxi a casa. Atrás, en la Clínica de la Concepción, había dejado entre la luminosidad intermitente de los rayos, como si de una película de terror se tratara, a una Jacinta más soñolienta que nunca. El doctor Ruidera había abandonado esa misma tarde con cierta premura la consulta por mor de ser ponente en el quinto certamen de la Asociación Europea de Dermatólogos. El certamen, que tenía lugar en la aderezada sala de conferencias del hotel Eurobuilding,  era una gran ocasión para el respaldo definitivo de Ruidera. Elena llevaba días ilusionada en ver a Ruidera, tras la amplia mesa de madera noble, exponiendo con su voz tersa sus investigaciones sobre la reproducción de los tejidos cutáneos, ante un foro tan cualificado como internacional. Prácticamente todo el personal de cierto rango de la Clínica estaría allí y, aunque el doctor Ruidera se había cuidado personalmente de invitarla, un “curioso” sorteo había dejado a Elena sin la posibilidad de asistir a la ponencia. El sorteo, amañado por algún trepa sin escrúpulos - que los había a puñados -, y en el que Elena no estuvo presente por estar atendiendo una quemadura de segundo grado a una señora que parecía haber olvidado que el agua hirviendo no es como para echársela por encima, dio como resultado la designación como “servicios mínimos”, durante la ausencia autorizada del resto, de la presencia en la Clínica de dos doctores, - uno de ellos de clara hostilidad hacia Ruidera y al que le trajo al fresco el no asistir al Certamen -, cuatro auxiliares - incluida Jacinta, que de ir, de seguro se hubiese dormido en los sillones de la sala - y tres enfermeras: la joven que cuido de la madre del doctor, Genoveva, la que entendía más de vacas que de personas - por eso de proceder de los campos asturianos - y Elena que llegó a clavarse sus uñas cortas en la palma de la mano cuando le transmitieron el resultado que el supuesto azar había arrojado. Elena se juró contar lo acontecido al director y al propio Ruidera en cuanto le fuera posible - pero a nadie extrañaría que al día siguiente se le hubiese olvidado, ¡cosas de su memoria!

Pasaban con creces las doce de la noche cuando  Elena y la tormenta se encontraron sin necesidad de presentaciones en las escaleras exteriores. Elena abrió su paraguas, pero ante la vuelta insolente de éste y el cariz del temporal, alzó la mano solicitando los servicios del primer taxi de la parada. Cuando se volvió a preguntarle el destino de la carrera, Elena comprobó que, el taxista, era un joven malencarado con un olor a ajo rancio que impregnaba todo el vehículo. Durante el trayecto, Elena pasó por el cine de siempre, donde aparecía, bajo los carteles doblados por la lluvia, el anuncio de una nueva reposición de Casablanca, - sin mí habrá unos seis...- pensó, y hasta creyó sentir el himno de la Francia deseosa de ser libre mientras aguardaban el verde en un semáforo cercano. La hamburguesería estaba cerrada, tras los cristales se adivinada la figura del encargado haciendo caja, con el corbatín rojo ya deshecho, mientras dos señoras entradas en años recogían del suelo con fregonas casi desvencijadas las pisadas de mostaza, y una chica con un gorrito ridículo pero muy americano, echaba en un cubo grande los vasos aplastados de Coca-Cola...

Cuando el taxista emitió un sonido gutural, Elena interpretó  que estaban ya en el lugar por ella pretendido. Bajó del taxi con su paraguas desbarillado y, otra vez el olor a coles le confirmó que el chaval que no hablaba - que a lo mejor por eso tenía cara de búho viejo - no había equivocado el destino. A Elena no le importó que el taxista tuviese cara de ave de noche, ni que le cobrase un suplemento por la hora intempestiva -a pesar de que, por su falta de costumbre, no entendiera mucho porqué pagar más por el mismo recorrido, será por la luz de los faros, pensó -, no le importó tampoco que las coles siguiesen bullendo como si quisiesen que su vapor se aliara con la tormenta para hacerse dueño del bajo cielo de Madrid, ella esperaba, llave en mano, girar la cerradura lascada del mismo buzón, y encontrar el sobre donde la cuartilla doblada le hablaría de cielos eternos, de venturas inimaginables y de caricias emotivas...

Cuando la cerradura dio la media vuelta suficiente, Elena llegó a arañar hasta tres veces el fondo vacío de la pequeña caja metálica. El agua que la había empapado en el corto recorrido hasta la puerta se mezcló con un sudor frío, enfermizo. Dejó la puertecilla abierta, totalmente caída, inservible para custodiar nada - ni tan siquiera la liquidación mensual de intereses de La Caixa -. El olor a coles, más fuerte que nunca, la hizo vomitar en el rellano del primer piso. Se adivinaba algún ojo tras cualquier mirilla iluminada, tiene huevos la cosa, la solterona viene borracha...
                         (Continuará...)

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