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DOMINGO




El domingo se estrecha ya en esa línea que le marca el calendario. Las horas se mantienen alertas, evitando cada una ser devorada por la siguiente y ésta por la próxima. Hay aún un algo de claridad furtiva que teme a la cerrazón de una noche lluviosa que se adivina más allá de la última nube. Cada domingo es como una caja de bombones devorada de antemano por un siniestro glotón. Ya no hay sorpresas. La caja vuelve a estar vacía. A nadie engaña ya el envoltorio lujoso de colores extravagantes. Cada domingo, desde hace muchos, el niño que fui se cansa ya de abrir cajas de bombones que irremediablemente conducen al desengaño. Un domingo más también es una caja menos, y el niño, cuando lo piensa, despliega para sí una sonrisa extraña, mezcla de sarcasmo y de certeza: los desengaños sólo existen para aquellos que no esperan ser engañados. De pronto, el niño ha dejado aparcada su sonrisa –ésa que era ridículamente maquiavélica. Más allá de aquella nube que se atisbaba bruna, se muestra ahora un jirón de claridad azul y el niño no quiere hoy más luces que le atenúen la perlesía de sus pensamientos. El niño ya sólo espera la noche y, con ella, una nana antigua y silente. La misma que le cantan las sirenas desagradecidas que, como fantasmas atemporales, siguen dormidas en su memoria. Nanas y silencio y la esperanza de que el día se consuma antes de que el mensajero último aparezca con otra caja de bombones…

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