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MI HABITACIÓN

Desde mi habitación apenas se ve un pedazo de cielo. No es azul, ni tan siquiera hermoso. Es sólo un triste pedacito de cielo. A veces me pregunto por qué no puedo ver desde mi habitación un trozo de cielo más grande. Y que sea azul, y hermoso como el que describen algunos cuentos de hojas gruesas y colores desconsolados. También me pregunto por qué no puedo ver aquella luna que recuerdo cambiante y caprichosa o aquel sol henchido y macho precursor brillante de un día quieto.

Mi habitación no es pequeña ni grande y ello, por la sencilla razón, de que no tengo otra habitación para compararla y, ya sabemos, que aquello que no es posible de comparar carece de adjetivos que lo calibren. En mi habitación caben todas mis cosas y algunas cosas que dejaron ellas. Mis cosas podrían parecer mínimas y ridículas, estúpidas e innecesarias, las de ellas, divinizadas en su remembranza, las dejaron prestadas en mis rincones -tal vez con la ominosa intención de que siempre las recordase.
                                                                                
Tengo en mi habitación un libro que habla del amor y del desengaño. Un tratado egregio escrito por un vate de gruesas lentes y corazón desgastado. Es un libro que nunca leí y al que sólo me asomo para contemplar el sinsentido laberíntico de la unión de sus palabras. Tengo también otro libro en cuya cubierta, rodeada de un halo antiguo y pálido, aparece dibujada una mujer desnuda de piel cetrina y atributos prudentes. No tengo más libros. Leo de memoria y de memoria olvido.

Tengo en mi habitación una planta verde que riego con vehemencia. Es una compañera silenciosa que ligeramente se asoma sobre la tierra que cubre sus entrañas mientras expulsa un oxígeno exiguo, un pequeño tributo al milagro de la vida. Es mi planta nervuda y mínima y tiene dos hojas gemelas que se cubren y se dan sombra y una tercera solitaria y apartada, débil en su soledad, retirada de la sociedad escasa que le acompaña.

También hay en mi habitación una cama estrecha, como para un cuerpo. Esconde este catre alguna quimera bajo su almohada e inciertas perlas de sudor ajeno esparcidas por unas sábanas níveas que tomaron piel en otro tiempo. En esta cama vigilante y delatora, celestina, flambea mi cuerpo cuerpos ajenos cuando los hados son propicios y, los amantes que debutan, lo hacen bajo su onírico telón de colcha vieja y lacios flecos.

En mi habitación hay un marco sin fotografía que le dé sentido y una lámina de Marilyn  que me besa. Hay también un paisaje lejano de un lugar donde nunca estuve y una máquina de escribir vieja -como de coleccionista-, cuyas teclas dejaron de sonar hace ya mucho tiempo.


Es mi habitación mi refugio, mi cueva platónica, el latir inmóvil de mis deseos. Ese lugar desde donde se ve un pedacito de cielo y del que apenas me alejo porque tengo miedo. Tengo miedo de que también en el exterior, más allá de este espacio, sólo exista ese triste trozo de cielo que, ni es azul, ni es hermoso, ni está descrito en ningún cuento.

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