EL MECÁNICO DE LA TRISTEZA
Hace cosa de un año (mes más, mes menos) lloraba yo mucho,
así que decidí ir al mecánico a que me echase un vistazo al lagrimal. El taller
no quedaba lejos de casa y lo recordaba con nostalgia (viéndome de niño,
literalmente pegado a su escaparate, contemplando aquellos ojos huérfanos de
rostros; unos brillantes, otros serenos y, los más, demandantes esféricos de
otros ojos que los mirasen).
El mecánico era/es un hombre gordo –como casi dos
hombres-, rústico en su figura pero delicado en su hablar -como un jilguero
obeso-. Recuerdo que durante todo el rato que estuve con él, se secaba
continuamente las manos con un pañuelito -de tela ligera y forma cuadrada- que
debería contener lágrimas de la media Córdoba más apenada.
Me examinó con pericia el ojo diestro y me dijo que tenía
una abundante pérdida de tristeza.
- ¿Sólo en un ojo? –le pregunté intrigado pues, si bien era
yo persona de sentir, no lo era mucho de conocer sobre la anatomía de los
sentidos.
- Probablemente en ambos, pero sepa que un solo ojo -puesto a drenar- llenaría un pantano de lágrimas. ¿Me lo va a dejar? Aún me queda un hueco en la agenda –dijo consultando una libretilla de hule con olor a llanto.
- Pues sí… Pero el otro me lo llevo puesto, más que nada por si hay algo que mirar -me resigné.
- Probablemente en ambos, pero sepa que un solo ojo -puesto a drenar- llenaría un pantano de lágrimas. ¿Me lo va a dejar? Aún me queda un hueco en la agenda –dijo consultando una libretilla de hule con olor a llanto.
- Pues sí… Pero el otro me lo llevo puesto, más que nada por si hay algo que mirar -me resigné.
En aquellos días en que duró la reparación (primero de uno,
luego del otro), apenas lloré (se ve que la tristeza se anda con cautela cuando
sólo ve una salida en el fondo del túnel) y, desde entonces, cuando me vienen
esos arrebatos de llanto incontenible, no dudo en acercarme a ver a este chamán
de iris y pupilas.
Hoy he estado en el taller con Linda Daniela –ojos de
selva-, un papagayo plañidero se ha extraviado en el verdor de su mirada, y no
soporto ver más esos regueros de lágrimas en sus mejillas de caramelo.
- Bonitos ojos –ha enjuiciado el mecánico.
- ¡A mí me lo va a decir! –he exclamado dentro de un suspiro…
- ¡A mí me lo va a decir! –he exclamado dentro de un suspiro…
AGORAFOBIA
I
Un año sin salir de aquí. Anoche sentía los latidos de las paredes en el pecho.
Es mucho tiempo hasta para la locura. Demasiado tiempo. Por eso esta mañana me
he duchado y me he mudado de ropa (no recuerdo la última vez que lo hice). Me
he propuesto llegar hasta el parque. Atravesar la maldita puerta de madera que
fronteriza el pasillo y correr escaleras abajo. Dos cambios de acera -acaso
tres en zigzag- y estaré allí. Junto a los árboles en los que escribí
versos y maldiciones. No puedo pensarlo mucho más. Ya tengo el pantalón puesto.
Ya tengo los zapatos puestos. Sólo tengo que correr. No puede haber monstruos
en la escalera. No al menos más que aquí…
II
Lo he conseguido. Ya estoy sentado en un banco del parque. Todo gira. Me
tiemblan las piernas y las manos. Sudo. Sudo demasiado para ser otoño. Pero
estoy aquí. Los árboles verdes laceran un cielo de un azul que ya no recordaba
–he olvidado tantos colores…-. No miro a nadie y nadie me mira. Hay un ruido de
¿chiquillos? al otro lado de dos olmos imposibles. ¿Había olmos aquí? He girado
la cabeza y una reja enorme rodea esta isla de hojas y agua. Ahora pienso en
que tendré que volver a atravesarla. Y si lo pienso, vuelvo a sudar.
Profusamente. Gotas enormes que caen y levantan el barro dormido. Tengo los zapatos
puestos. Tengo los pantalones puestos y un abrigo ligero. Puedo correr. Pero no
puedo evitar la imagen de verme sin piernas. No quiero mirar. El camino a mi
casa se estira en mi mente sin razón. Qué lejos queda ahora. Y aquí no tengo
las pastillas. ¿Cómo no traje las pastillas? El sol no durará mucho y yo temo a
la noche. Veo monstruos al otro lado de la verja. Caminan y hablan. Y son
muchos. Y las lanzas del enrejado se hacen altas, cada vez más altas. Como una
jaula. Me doy cuenta y lloro… ¡Dios! ¡Sólo he cambiado de cárcel…!
TÚ, LLUVIA
Llueve como si no hubiese llovido nunca. Como si al cielo se
le hubiese olvidado y se recrease, ahora, en la dicha de sentir cómo puede
verter agua. Es caprichoso el cielo. Y azul. Y testarudo. Y olvidadizo. Es un
poco como tú, volátil y mágico. Si tú llovieras lo haría siempre de tarde en
tarde y de grande en grande, porque no eres tú mujer de menudencias; cuando
amas, amas mucho y cuando des-amas viertes -sin mesura- amantes de agua en los
mares de tu memoria… Nunca piensas que, por inmensos que te parezcan,
todos los océanos andan prisioneros en los acantilados del tiempo.
Llueve como si no hubiese llovido nunca…
…Y te recuerdo como si jamás hubieses dejado de empaparme…
…Y te recuerdo como si jamás hubieses dejado de empaparme…
EL VIERNES OMITIDO
No me ha llegado el viernes. He mirado por la ventana y aún
hay una noche de jueves remolona con un guiso de nubes y espirales. Le pregunté
a mi vecina de enfrente si dejaron un viernes para mí y me dijo que naranjas de
la China –ella siempre dice que naranjas de la China, le preguntes lo que le
preguntes...
Así que aquí ando, sin saber si seguir viviendo el jueves -que fue arisco y nada original- o si saltar al sábado -con el consecuente riesgo
de que caiga en un bucle de esos de espacio-tiempo de los que hablan sin pudor
los científicos.
Mientras me decido, le he dado de comer a Nano -que no
perdona sus dietéticas bolitas haya o no viernes- y me he puesto a leer la
prensa de hoy con las noticias de ayer (no creo que note mucho el cambio…).
P.D. Esta noche pretendía ver a Linda Daniela -ojos de
selva-, si su viernes le ha llegado en tiempo y forma, a ver cómo le explico…
LOS LECTORES
Me gustaba leer para ti. Lo hacía con mi voz de madera. Sin
estridencias. Tratando de alinear cada párrafo en mi garganta. De reojo, veía
tus párpados de papel cerrarse, delicadamente, hasta que quedaban a poco más de
una pestaña de soldarse. Y yo leía y leía. A veces, si el libro era escaso en
hojas, con la mano liberada, apartaba una y otra vez el pelo amarillo de tu
frente, y leía… “…hecha con todo el oro y con toda la plata…”. Cuando empecé a
toser, ya nada fue lo mismo. La madera empezó a astillarse y los párrafos se me
enganchaban -como garfios- en la garganta. Te diste cuenta la primera noche.
Pero tus párpados se habían acostumbrado… Tú te habías acostumbrado y apartabas
la verdad y la tos con un beso y una sonrisa plegada. Hasta que no pudo ser más…
Ahora eres tú quien me lee. Cuando se cerró la garganta, los
líquidos me cerraron los ojos y a punto estuvieron de cerrarme el alma. Me lees
despacio, como si lo hicieras para un niño. Lo haces con tu voz de nube
temprana, de hoja verde…
Lees… Pero cuando toca el verso de un poeta muerto, una
lágrima rueda por la misma pestaña que sostuvo tu párpado y tu vigilia.
LA EPIDEMIA
Dicen que está muriendo mucha gente de tristeza. Me lo
cuentan los gorriones que marchan a La Habana. Me lo dicen los vientres
nervudos y habladores de las hojas marrones de los parques. Dicen que hay una
epidemia que arrambla con el brillo de los ojos y se hace agujas en las grietas
de la sangren. Y yo, que he visto a tantas enfermeras llorar ante los ojos
vacíos de los pájaros, me he puesto a cubierto bajo el trozo de piel que se empapa sobre mi mirada de contrabando.
SOMOS ARAÑAS...
Quedó la araña equilibrada en
la hebra.
Arrugadas las patas en su pecho de plomo.
La cabeza inmersa.
Los ojos vueltos a la nueva ceguera.
Al fin, indiferente y lúcida.
(Agotado el último aliento de seda en cumplir su destino inexorable…)
Arrugadas las patas en su pecho de plomo.
La cabeza inmersa.
Los ojos vueltos a la nueva ceguera.
Al fin, indiferente y lúcida.
(Agotado el último aliento de seda en cumplir su destino inexorable…)
CHAO, TARDE
Marchó la tarde. Se apagó el faro impenitente –ya más pobre
en amarillos-. Se borró el desfile de viandantes, de gorriones, de hojas secas,
de remolinos de minutos apresurados.
Puso su mano la noche sobre la iglesia alta, sobre la montaña
alta, sobre las tapias altas de los corralones donde el amor aún era joven.
Puso su mano la noche en el hueco de las alcantarillas y en el centro mismo de
la estrellas.
Ya canta la niña -ojos de selva- en su castillo de naipes
fluorescentes…
EL LUNES Y CLORINDA
Se echa este lunes como un perro viejo. Como un lunar de
otoño en la acera aún caliente –pasarán días antes de las lluvias y los
vientos-. Voces vendedoras de jabones y aceitunas gorgotean junto al mercado
–es final de mes y las bolsas no van llenas.
Entre todas las voces, una -gritona y burda-, hace agujeros
en el techo de la mañana. Es la Clorinda, la otrora cantinera, una perdedora de
sueños que amenaza con venderte la buena fortuna. Grita y grita. Ajena a los enfermos
y a los que vivimos del silencio. Lleva romero en la mano y, las estampas de un
santo inédito, le asoman por el escote hueco. La esquivan los mercaderes y la
clientela, como a un animal con sarna. Huele mal. A aceite rancio. A orín. A
malaje. Da trotes para cerrar el camino de los que pasan, de los que buscan pan
para tres días… Salta y grita. Como bufona palaciega. Como una vasalla de Midas
que todo lo convirtiera en desdicha…
Y yo escribo y escribo, ajeno a mi fortuna, sin saber si la
Clorinda ha atado plomo en las alas de mis musas…
LA MIRADA DE NANO
Son muchas las ocasiones en que Nano, mi
compañero-felino-vigilante, se sostiene hierático en el mínimo espacio que
ocupa junto a mi mesa de escribiente. Y yo, viéndolo tan fijo en nada y tan
fijo en todo, juego a sostenerme en los caprichosos colores de sus iris.
Entonces él, que jamás evita mi mirada, se queda inmerso –profundamente
inmerso- en un punto incierto de mis ojos. Sé entonces que ve algo en ellos...
Algo más allá de lo que yo jamás vería…
Y así se alarga el planeta del tiempo hasta que, la
sequedad de mi impaciencia, me hace claudicar en ese pulso de mirarnos
fijamente. Es entonces, cuando en un absurdo disimulo de mi derrota, le digo
siempre lo mismo: ¡qué raros somos Nano! Y él -al oír la exclamativa sentencia-
se alarga, mal-pone sus orejas, separa la boca, lame la parte menos oportuna de
su cuerpo y, volviendo a mi mirada, parece preguntarme: ¿qué razón te hace ver
en mí la imagen de tu propia rareza…?
FACTURA EN VERSOS
Linda Daniela –ojos de selva- siempre me decía lo mismo:
mira, aunque ni lo toques, te voy a cobrar por mi cuerpo, o sea, por mi piel,
por mis pechos, por mi grasa, por mis muslos, por mis uñas, por mis labios,
hasta por mis tendones si quieres; pero por éste –y se señalaba el lugar donde
su corazón trasteaba-, por éste no te cobro, canalla, que ya me lo has pagado
con tus versos…
MARINERO EN CIERNES
Yo compondría muchos poemas al mar. Y a sus casitas
marineras. Y a sus barcas tan honestas.
Yo compondría muchos poemas al mar. Y a su existencia de escamas. Y a su abdomen planetario.
Y así, tal vez, escribiría diciendo: ¡Ay mar, preñez azul! ¡Ay mar, semillas de agua!... y otras naderías que se me ocurriesen…
Pero yo fui a nacer en el seco pliegue de un valle. Como un olivo. Como una espiga. Como la llaga de un camino. Y por eso tengo siempre este ademán de lejanía, de destierro, de nostalgia, de equivocación -como un bandoleón tocando una polonesa…
Cuando un día me vaya al mar, pintaré mi casa de blanco-niña, y mi tejado de azul-niña y mi barca de blanco-azul-niña; y por las mañanas, y por las tardes y, en la herida de la noche, me acercaré a su orilla costurera, y le diré, ¡Ay mar, hasta en las caracolas te eché de menos…!
Yo compondría muchos poemas al mar. Y a su existencia de escamas. Y a su abdomen planetario.
Y así, tal vez, escribiría diciendo: ¡Ay mar, preñez azul! ¡Ay mar, semillas de agua!... y otras naderías que se me ocurriesen…
Pero yo fui a nacer en el seco pliegue de un valle. Como un olivo. Como una espiga. Como la llaga de un camino. Y por eso tengo siempre este ademán de lejanía, de destierro, de nostalgia, de equivocación -como un bandoleón tocando una polonesa…
Cuando un día me vaya al mar, pintaré mi casa de blanco-niña, y mi tejado de azul-niña y mi barca de blanco-azul-niña; y por las mañanas, y por las tardes y, en la herida de la noche, me acercaré a su orilla costurera, y le diré, ¡Ay mar, hasta en las caracolas te eché de menos…!
SÓLO ELLOS
Era una de esas noches
con garabatos de estrellas.
Nada en ella oculto.
Ni la pena.
Nada en él abstruso.
Ni la sombra blanca
de su sombra negra.
con garabatos de estrellas.
Nada en ella oculto.
Ni la pena.
Nada en él abstruso.
Ni la sombra blanca
de su sombra negra.
Era una de esas noches
con espuma de deseo
galopando por las venas...
con espuma de deseo
galopando por las venas...
AL ALBUR DE LA SEMANA
¡ Levántate Semana ! Tiende al albur del viento los telones
infamados de tus trastiendas. Despliega o contén cirros a tu antojo. Derrocha
sol o sé virulenta con la lluvia. ¡ Tú mandas !
Aquí abajo, tantos mortales, esperamos el designio de la
septena en que agrupas la tirada de tus dados. No somos más que aquello que
ocultas en tu despensa, en tu abdomen de horas y trampas… No somos si no la
manada obediente que acude a la sirena de tus fábricas de esperanzas. Los carneros
en el ara del probable sacrificio. Los mártires en la hoguera de las mariposas
silenciosas…
¡ Sublévate Semana ! No podremos ser más si no te enfundas
en un anárquico compromiso. Si no abres el cajón de los azares imposibles, si
no marcas la baraja con serendipias caprichosas…
¡ Sublévate Semana ! Y no des al César lo que es de Dios y a
Dios lo que es del César.
Si rompes la partitura de los tiranos ciegos, por ti y tu
soberbia, yo, Semana, brindaría…
EXILIO
Tiene esta noche dientes
en encías de boca vieja
-afilados matarifes
que mascan carne de estrella-.
Por la sierra antes creyente
-hoy colmillo de luna hueca-
asoman quinqués de lobos
y lechos de madreselvas.
Las cenizas de las nubes
mortajas de niños velan,
y hay un grillo llorando
su cri-cri, su pena-pena.
Tiene esta noche dientes
y tienen hambre las fronteras.
en encías de boca vieja
-afilados matarifes
que mascan carne de estrella-.
Por la sierra antes creyente
-hoy colmillo de luna hueca-
asoman quinqués de lobos
y lechos de madreselvas.
Las cenizas de las nubes
mortajas de niños velan,
y hay un grillo llorando
su cri-cri, su pena-pena.
Tiene esta noche dientes
y tienen hambre las fronteras.
ESCLAVA DE LA LUNA
Me pregunto si seguirás siendo esclava de la luna. Si
seguirás esperando junto a aquella barra de espejos duplicados –piernas
cruzadas y espalda de invierno-. Si beberás aún aquel champán afrancesado que
derretía –inmisericorde- el velo de tu garganta. Si seguirás desnudándote –ojos
en azul- en aquella habitación sin alma ni perchas de corales.
Me pregunto si aún mantendrás aquel rubio entre tus labios
y, de ser así, si aún dibujarás cielos huecos con el humo. Me pregunto por tu
anillo de la suerte –compositor de luces en aquellas paredes jacintinas-, y por
tu voz, ¡cómo me pregunto por tu voz! -aquella escarcha nasal que tanto me
estremecía…
Me pregunto por aquellos amaneceres cuando, invitada a mi
morada, a mi alimento y a mi tálamo, confundíamos el amor y la pereza; por
aquel pan blanco donde untabas tu sonrisa, y aquel pan negro donde untaba mis
demonios… Y por el final de aquellos domingos de resaca marinera, agotados -por
la inercia de tu tiempo y tu misterio- en la acera de la tarde impenitente.
Me pregunto por tu nombre, porque –aunque lo achacabas a mi
memoria- me lo trocabas tantas veces…
Me pregunto -rehén de mi recuerdo- si existirás como
existías, porque yo –pobre cambalache de versos y noches- busco, entre mis
razones, tu burdel de primavera.
PERO HAY OTRO SEPTIEMBRE MÁS…
Hay otro septiembre. Siempre hay otro septiembre. Siempre
traen todos los años y todas las estaciones otro septiembre.
Es el que anida en el vientre de las piedras y germina el
feto de lo insignificante. El que gira en un grano de arena buscando el centro
del horizonte. El que se detiene en el camino junto a la mariposa que miente su
ceguera. El que late en las babas secas de las caracolas abandonadas.
El que nace entre las ruinas de los amores inconvenientes.
El que convoca a las astillas de aquellas lágrimas que se sostienen en la
carne…
Es el septiembre silente e insospechado. Marinero de papel
en olas de mentiras. Menudo. Inquieto. Sabio. Turbio. Carcelero.
Es el septiembre al que escribo desde mi alma pequeña
-encogida en el miedo de la dicha de los otros-. Es el septiembre al que –por destino-
acaricio y padezco. Imparcial en mi contorno. Quimérico, noctívago y feroz.
Es el septiembre que sólo entenderán aquéllos que hayan
visto, en sus ojos, los ojos de las orugas que devoran la gloria y la sesera.
OTRO SEPTIEMBRE
Es septiembre el párpado rendido de la mirada del verano. El
último soldado de las siestas estivales –coraza de grises tornada en
amarillos-. El penúltimo parto de las hormigas, el último emperador del
medallón de oro -el que dictará el éxodo definitivo de los grillos melancólicos.
Es septiembre el olor a lápiz, a goma de nata, a baby de
leche, a libro nuevo, a traqueteo de armarios… Es la vuelta a los ojos de la
niña de la coleta castaño, al niño del mentón adolescente -ese amor
párvulo que, por un tiempo, quedó a la vera de tres arroyos amarillos.
Es septiembre un mar indeciso que duda entre las orillas. Un
amago al norte en las mañanas. Un eremita en el valle del sur por las tardes.
Un farero encaprichado de las noches. Un telón que se levanta –siempre- sin que
la comedia del otoño haya comenzado.
_____________________
Imagen: “Paisaje en Septiembre” JUAN JOSÉ FERNÁNDEZ-SANTIAGO (Óleo sobre tela)
Imagen: “Paisaje en Septiembre” JUAN JOSÉ FERNÁNDEZ-SANTIAGO (Óleo sobre tela)
INFINITAMENTE
Eres mi jueves. Eres la mañana de mi jueves. La tarde y la
noche de mi jueves. Luego, en la madrugada, trocarás en mi viernes, y en su
tarde y en su noche y en su nueva madrugada cambiante, y así -infinitamente- te
convertirás en mis semanas y en mis meses, en el brocal amable de todos mis
tiempos, y así –infinitamente-, serás el ábaco de piel y locura que acariciaré
sin miedo hasta que mi sombra se funda –para siempre, para nunca- con todas las
sombras del universo.
MARTES
Vuelve el martes. Y un panzón amarillo se ha tumbado en el
cielo. Se le abrieron unos días al verano, una herida de brisa impostada y
nubes cenicientas que hicieron arroyos de otoño en la pendiente de las noches.
Un espejismo en la cañada… Mas ya ha vuelto el loco del sombrero amarillo y el
medallón incandescente.
Es martes. Un martes más, un martes menos, un martes sin
condición ni ventura al que -ya al mediodía- no le quedan cenizas de plata que
me hagan mirar al cielo.
No me gusta contar días. Pero es un hábito que ocupa mi
trastorno solitario, y así lo acometo, y así lo escribo. Desconozco la insana
intención de mi acto. Pero hecho es y hecho queda…
Y aquí trasiego, de mis sombras a mis piedras, de mis
piedras a mis laberintos, de mis laberintos a mis lunas… Sin hilos
libertadores, sin más agua que la que estanco en mi sed y en mi infortunio.
Mitad hombre mitad espectro. Hacedor de cuentos incontables, tejedor de
ataujías invisibles, morador de este espacio silencioso donde los versos son
turbios y tienen párpados las orugas…
Pero me he jurado no volver a confiar mi suerte a ninguna
caricia de cera…
SEÑORITA, USTED PERDONE…
A usted señorita. A usted que pasa cada tarde mientras
concreto mis pertrechos y me pierdo –inconsistente- en mi labor de alquimista
malcontento.
A usted a la que veo, a vista de pájaro, a aquel lado de la
calle –donde los gorriones devoran insectos y las farolas devoran sombras-.
A usted que muestra coleta rubia, falda razonable y bolso en
bandolera. A usted que no es guapa ni fea, ni alta ni baja, ni ancha ni
estrecha, ni todo lo contrario...
A usted que existe para ser sueño de cualquier vate ofendido
y, en cuya boca y reflexión presagio, por ese orden, sonrisas y desalientos.
Sepa que cualquier día de éstos, en que me pille con el
corazón desatinado y la luna ande desplegada de nácar, voy a bajar a
preguntarle su gracia y su desgracia y, si usted no lo remedia, voy a acabar
con nuestro desconocimiento mutuo atrapando sus labios con mis ojos y su
cintura con mi torpeza para que, a la postre – y visto, tras los años, que la alquimia
de los versos, no por infatigable es cierta- usted proteste por mi vesania y,
tras su nuevo inicio en el sendero, yo me quede esperando –inútilmente- junto a
la pena divertida de los gorriones colegiales…
NORIAS
Minutos de hiedra…
Mis tardes que giran…
Silencios de siesta…
Muñequillas de sombras
-velitas que no prenden
en el alma de las rosas.
-velitas que no prenden
en el alma de las rosas.
Mis tardes de madera
-molinetes de recuerdos
en el centro de la pena.
-molinetes de recuerdos
en el centro de la pena.
Risas opacas
-aguaceros de niños
en la orilla de plata.
-aguaceros de niños
en la orilla de plata.
Mis tardes de bronce
-solecitos que calzan
sandalias de pobre.
-solecitos que calzan
sandalias de pobre.
Enaguas de campanas
-cancioncilla de aire.
-cancioncilla de aire.
“Dientes sin almas.
Huesos sin carne.
La niña sin ojos
que viene a buscarte”.
Huesos sin carne.
La niña sin ojos
que viene a buscarte”.
Orfandades de hambre
-bocanadas de viento
preñado de alambres.
¡Ay tarde de piedra!
¡Ay lágrima hueca!
En tu boca de sal
mi barca navega.
mi barca navega.
ELLA, SIEMPRE ELLA
Esta mañana me has venido tú y tu perfil de geisha. Y,
contigo, tu pelo dorado, intensamente dorado -como las piedras que se hunden en
los ríos de sol-. Y, contigo, tus manos pequeñas –que siempre tuve miedo de
arrugar con las mías-, y tu nariz escasa, y tu piel de niña, la que –con
cualquier reflejo- imitaba la pálida albura de las muñecas.
Tú y tu corazón de geisha... Menudo como un firmamento de
bolsillo. Como una constelación de intenciones diminutas…
Te me has venido esta mañana –como un “dulceamargo” despertar,
como un recuerdo sonámbulo- y contigo se me venido, de repente, el sabor a
fresa de tu lengua, tus vaqueros escasos, tu sonrisa con alas, tu cintura de
hada…
Saliste –quién sabe para qué- de aquella casita blanca, con
ínfulas de altisonante neón, y entraste en mi morada y en mi alma, como sólo
dejo que entren las mariposas que conocen el secreto de mis sueños…
“Fue aquel tiempo en que el cielo olía a cielo y tú olías a
azúcar. Fue el tiempo de todos los amaneceres que mis brazos han rodeado. De todos
los espejos y de todos los caminos. Fue un tiempo para amar, pero fue un amor
para todos los tiempos”.
Así te lo escribí entonces. Y así te lo escribo esta mañana
de domingo donde tú, mi geisha inalcanzable, sigues sin salir de mis palabras,
sigues empeñada en no volar de mi memoria…
OTRA TARDE
Se asomó a la tarde sin flores. A la tarde sin sueños. A la
tarde sin alma.
Se sinceró con el viento y compartió camino con las sombras
de las abejas campesinas.
Y agotado de portar silencios, se sentó a esperar la noche,
como quien espera, a que la vida, sostenga los raíles al infinito de la risa...
ADDIO, AMORE MIO
No me sueñes.
Ya no estoy en tu universo.
Marché.
Como se marchan las palabras de la boca.
Como se marchan los grillos del verano.
Ya no estoy en tu universo.
Marché.
Como se marchan las palabras de la boca.
Como se marchan los grillos del verano.
Marché.
Y ya no estoy en tu risa.
Y ya no estoy en el hueco de tu blusa.
Y ya no estoy en la lumbre de tu pelo.
Y ya no estoy en tu risa.
Y ya no estoy en el hueco de tu blusa.
Y ya no estoy en la lumbre de tu pelo.
Borré el camino que descendía a tu cintura,
a tu blasón de húmedos soliloquios,
a tus pies pequeños
y a tu reflejo en el armario.
a tu blasón de húmedos soliloquios,
a tus pies pequeños
y a tu reflejo en el armario.
Borré los sueños
y aquellos puentes de Florencia,
la amargura de Alighieri
-que yo tanto conocía-
y los nombres de todas sus amantes.
y aquellos puentes de Florencia,
la amargura de Alighieri
-que yo tanto conocía-
y los nombres de todas sus amantes.
Marché porque era más fácil mi partida.
Yo nunca olvido el camino a mi regreso…
Yo nunca olvido el camino a mi regreso…
GRISES EN AGOSTO
Vienen estos días de Agosto apagando con premura las tardes,
como si sus fareros de cal anduviesen fatigosos, como si sus tesoreros de luz
se hubiesen vuelto más avaros, como si los visillos incalculables -que desvelan
la canícula- se entornasen ante el miedo de una luna cegadora.
Se hacen así los días más ásperos, escasos de tinturas y
reflejos, ausentes de razones y sonrisas, como pardos lobos que trastean en los
osarios de las Sierras…
Son tardes que lastiman la probidad de los solitarios, de
los marineros sin sirenas, de las mocitas sin novio, de las abuelas sin
rosario, de los poetas sin renglones y de los trovadores sin garganta.
Dicen, además, que llegarán tormentas secas, ruidos ominosos
de sátiros que juegan a los dados, pléyades talladas en los cauces de los
arroyos infecundos, molinillos de aspas transparentes y vientos diminutos en la
memoria de las piedras.
Pero yo quiero que vuelvan antes los pintores inconscientes,
los azules de mi ventana, mis gorriones aburridos, el estandarte blanco de tu
risa, tu vientre laureado, tu cabello hasta tu hombro y, por qué no, aquella
saliva hecha beso, en las amargas cortezas de mis manos y mi espalda.
Porque no te quiero gris Agosto, porque así yo no te quiero…
Imagen: “Flor desmayada” (Dibujo de Francisco Pérez Soto
–México-)
EN LA ORILLA
Se queda el agua en tu cabello
-ambiciosa y egoísta.
-ambiciosa y egoísta.
Se queda el sol en tu espalda
-amaestrado y vencido.
-amaestrado y vencido.
Se queda la arena en tu pecho
-seducida y furiosa.
-seducida y furiosa.
Se queda la sal en tus manos
-mercadeando tu textura…
-mercadeando tu textura…
Y tú,
ola de vidrio sobre el acontecer improbable,
te quedas y sonríes
-amable sostén de piel infinita-,
como un totémico deseo
en el humilde principio de mi océano.
ola de vidrio sobre el acontecer improbable,
te quedas y sonríes
-amable sostén de piel infinita-,
como un totémico deseo
en el humilde principio de mi océano.
UN CUENTO PARA TI
¿Cómo contar nuestro cuento? Ya te he dicho muchas veces que
soy un pésimo escritor de cuentos –se me revelan tanto los personajes…- Y aun
conociendo mi imperfección, vas tú y, con tus oiditos sordos, me solicitas uno
que nos abarque.
- Quiero que tenga un final feliz –me has propuesto
exigiéndome...
- Y que haya dos amantes que destruyan nubes oscuras y
oleajes ambiciosos –eso lo has dicho con la mirada en el cielo del salón…
- Y una princesa, ¡sí!, una princesa de ojos celestes y agua
de azahar en los labios –y has sonreído, y han sonreído las paredes…
Y si hay una princesa, pon un príncipe apuesto, valiente y
con una armadura de acero y oro –y yo que me miro y que me veo fuera del
cuento…
Espera –has seguido diciendo- te anoto todo lo que quiero y,
dicho esto, he visto correr tu cuerpo por el pasillo, medio vestida y medio
desnuda –como sueles andar por la casa, indecisa entre hacer el amor o la
compra…
Y yo aquí, esperando tu vuelta –aún sin saber si te has
acabado de vestir o de desnudar- he comenzado a hundir el lápiz en la trama de
la cuartilla…
“Érase una vez que se era, que ella –tan ignorante siempre
de las orugas que viven en mis cárceles- me pidió un cuento, mientras se hacía
-de nuevo- mariposa de aire por los pasillos interminables de la tarde…”
SIN REPROCHES Y VICEVERSA
Sin reproches. ¿Vale? Como si
hubiésemos inventado los árboles. Como si nunca nuestras lenguas hubiesen traficado
con los besos. Como si tu piel nunca se hubiese anclado a la mía. Como si los
unicornios de agua nunca hubiesen existido…
Sé que me lo dijiste: “no lo
hagas más…” Lo dijiste con tu voz distraída, como cuando decías “me vas a hacer
que deje de quererte” o “algún día dejarás que me marche”. Siempre la misma
voz, tranquila pero admonitoria –como un oráculo de caramelo-. La misma voz con
la que abrías los “te quieros” o los “jamás encontraré a nadie como tú…” Tal
vez por eso la ignoré tantas veces... Tal vez por eso y porque la acompañabas
de esa sonrisa que compartes con los ángeles…
Y yo con mis componendas de
historias complicadas… Nunca las entendiste… Yo, el silencioso e implacable guardián
de todas las puertas de tu cuerpo…
Un día tu voz dijo “adiós” y
vi que ya no sonreías. Y cuando quise alcanzarte, me encontré con la humedad de
tus pisadas. Habías llorado y yo –tras
aquella primavera- ni tan siquiera recordaba que llorabas…
Así fuimos. Como árboles
fronterizos. Y hoy, ya te cuento, me parece que los hubiésemos inventado
–tienen tanta memoria…-. ¿Sabes? Yo sigo viéndolos cada tarde, pero ya sólo escribo
para una sombra triste y desnuda, una sombra -sin contrabandos- bajo el puerto alto
de las hojas silenciosas…
Sin reproches. ¿Vale?
EL PESETA
Cómo deciros cómo era el Peseta. El Peseta era un cuento
dentro de un personaje… Una persona dentro de una voz, de un olor, de una
figura… Sin ser alto ni corto, ni ancho ni estrecho, ni moreno ni castaño, el
Peseta era todo eso…
El Peseta era ancho de entendederas como los arcos de un
puente romano. Todo para él tenía sentido y todo para él tenía respuestas. El
Peseta jamás había abierto un libro ni jamás había escrito una palabra. Tenía
firma de pulgar y todas las fechas selladas en un pasaporte de madera.
El Peseta ayudaba en la venta del carbón a Juan “el
malamano” –un huraño vendedor de tiznes apagadas, inútil de la mano izquierda,
que presumía de tenderete escaso en la calle de Los Frailes-. Y de eso se
empleaba el Peseta, de mano izquierda, de siniestro, ni más ni menos, que ser
la mano izquierda de alguien no debe de ser tarea nada fácil.
El Peseta contaba historias enlazadas que no acababan nunca.
Y cuando digo nunca, lo digo en la más firme acepción de la palabra. Jamás le
escuché terminar ninguna. Las trasteaba y las unía, las solapaba y ponía
disfraz a los personajes, creaba nubes y las convertía en lluvia de espejos...
Pero nada tenía final…
Y aun sabedores de esta utopía, cuando tarde sí, tarde no,
“el malamano” se marchaba a que don Francisco -el practicante- le inyectara
quién sabe qué oculto remedio en su apéndice desmadejado, los chavales de la
plazuela nos arremolinábamos junto al dorado trazo del Peseta a buscar ese
final infinito. Nos cobraba a ¡una Peseta la historia! –que de ahí le nació su
mote- y nosotros –como luciérnagas en busca de más luz-, juntábamos -de perra
gorda en perra gorda(*) - las diez necesarias para que se alzara el telón. Y
¡cómo se alzaba! ¡Qué sorprendente caudal de voz envuelto en humo de turba y
misterios!
Así era el Peseta… Un hombre interminable… Hoy que, en el
desánimo de esta tarde pegajosa, me inscribo -harto ya- en la amarga finitud de
mi existencia, me he acordado de él, y de aquella carbonería, y de la calle de
Los Frailes, y de todos los personajes inmortales que conocí –como asteroides
de papel en aquel cosmos inventado-.
Cuando, hace años, alguien me habló de su muerte, yo miré la
barriga del cielo... ¿Morir El Peseta? No me haga reír, aún andará distrayendo
a la parca…
HAY NOCHE
Hay noche. Hay noche en la noche. Hay noche en el corazón de
la noche. Hay noche en los espacios de la noche. En el ladrido negro de los
perros sin cuello. En el pozo donde cayeron todos los amarillos de las
estrellas. Hay noche…
Desde lejos, una caterva de amantes ignorados trae -bajo sus
pliegues de piel antigua- cartapacios de epístolas devoradas por palabras. Y
suspiran y hay noche…
Y menos lejos -casi en el vecindario- junto a un vaso
pegajoso de misterios, un borracho queda oscuro de vacío. Se iluminaba de
memoria y se quedó -de repente- a ciegas, como las orugas mansas de mis
cuentos. Hay noche…
No sé ya cuántas noches como ésta tendré presas en el ábaco
de mi insomnio. Ya no las hago decenas. Las inserto y me separo. Y en la luz
que naufraga sobre mis manos, una mariposa negra, que voló hasta mi hombro
desde el farol que mastica el tronco del naranjo, da sombra y me repite una y
otra vez…
Hay noche… Hay noche…
VACÍO
Te espero cerca de la nada.
Te espero lejos de la nada.
Te espero lejos de la nada.
Tan vigilante siempre,
como un soldado miope,
como un alacrán con miedo,
como un mártir en su espera
-mariposa caníbal de fuego-.
como un soldado miope,
como un alacrán con miedo,
como un mártir en su espera
-mariposa caníbal de fuego-.
Tan rendido ya a las sombras,
que de su averno se me clavan
esquirlas brunas de flores
-desechos de alambre y fresno-.
que de su averno se me clavan
esquirlas brunas de flores
-desechos de alambre y fresno-.
De la sangre de mi arroyo
saltan -sedientas de viento-
gotas huecas de hojalata
que acallo a martillo y versos.
saltan -sedientas de viento-
gotas huecas de hojalata
que acallo a martillo y versos.
Y en este lugar de la noche
-refugio de grillos ciegos-
no hay mitad donde me hallo,
o todo cerca, o todo lejos…
-refugio de grillos ciegos-
no hay mitad donde me hallo,
o todo cerca, o todo lejos…
Otra noche...
Está la noche oscura y recogida –como el velo en el cabello de
una viuda de guerra-. Borrascas de silencios vibran más allá de los astros que
se absorben, donde un enano que construye sueños, remueve en el vacío los ecos de
una espera que acabó siendo cenizas.
Es mi noche y son míos los andenes descalzos de todas las
estaciones. Y son míos los relojes infartados, y las máquinas sin garruchas, y las
dentaduras sin boca, y los lobos que aúllan –en versos- a la mitad podrida de
la luna.
No escucho, no murmuro, no sueño, no compongo nanas para los
niños que duermen en el útero de las aceras y, en mi escudilla de barro, por
toda mascada, la sombra quieta que hace nido en las campanas de mis ojos.
¡Qué fiel es soledad de la noche! ¡Qué cierta! ¡Qué astuta! Cómo
alza –hasta el negro- tu recuerdo, para que no le alcance el pincel de mis
palabras…
NUESTRAS PEQUEÑAS HISTORIAS
Me estaba acostumbrando a escribir historias dentro de ti.
Historias como tú, pequeñas y de amable desenlace. No utilizaba pues escenarios
ampulosos -por donde vagasen dioses ni titanes-. También había desterrado las luchas
intestinas donde, cualquier artefacto punzante, pudiese herir la minuciosidad
de tu piel transparente. Así que mis historias transcurrían por lechos tiernos
y amaneceres circulares. Si acaso inventaba un rey, era pequeñito y de modales
agradables, y siempre, siempre, repleto de una leal bonhomía. No quedaba lugar
para brujas ni para servidores del mal o la codicia y, sólo en tus regresos,
podían aparecer lágrimas que empañasen –con encanto- los renglones…
Me estaba acostumbrado a esas historias. No eran historias
para todos. Las escribía para ti. En esos enormes compases que se abren entre
las manecillas de mi tedio. Siempre las tejía a mano, con esa letra redondita
que sólo utilizo cuando la fe me regresa a los quince años, con esas tildes minúsculas
–lejos de la inquina de lo agudo-, con esos puntos suspensivos que dicen tanto
al final de una frase que, por pudor, no se concluye…
Me estaba acostumbrando… Otra vez… Después de tanto tiempo
de pregonar historias más bulliciosas –aunque bien es cierto que, quien tiene
la virtud de soportarme, sabe que no soy yo escribiente de muchas vocinglerías
-.
Hasta tenía mi cuaderno-de-historias-pequeñas. Un cuaderno
laxo, con anillas en su cumbre y hojas de un medroso color gris. ¡Qué poco
importaría a quien no conociese nuestro lenguaje! ¡Qué pueril! ¡Qué escaso!
Porque mira que me cabían palabras cuando, a un te quiero, lo rodeaba con tu
nombre…
Y ahora que pretendes irte ¡cómo lo voy a echar de menos! A
ti y a mi cuaderno –ese monto de confesiones inconfesables…-. Lo dejé mutilado
de una historia de la que no quise contar el final…
Si concluyes tu decisión, tal vez lo introduzca con sigilo
en tu mochila. Y si un día lo descubres –más gris y más ajado-, quiero que seas
tú la escribiente que decidas, en que “te quiero”, vas a poner los puntos
suspensivos…
TU REGRESO
Me preparo para tu regreso. La piel morena de luna y un
rocío -de agua-azahar- en mi pelo. Una rosa de viento en mi mano siniestra y
mil fortunas para entregarte en la mano con la que escribo.
Me preparo despacio –que ya tengo toda la prisa-. El
pantalón sin arrugas –todas en mis sienes-. La camisa si la orfandad de algún
botón olvidadizo. La barba –cautiva del invierno- tan asedada como se puede asedar
una selva.
Me preparo sin ensayos. Al albur de lo que tilde tu sonrisa.
El abrazo en el alma –protegido para el momento-. El beso en el infierno –para
que prenda sin demora-. Las caricias ya en tu vientre –que siempre me pudo la
vehemencia-. Y dos palabras que te sabes –pero que no voy a dejar que se te
olviden…
Me preparo sin saber y sabiéndolo todo. Sin esperar y
esperándolo todo. Sin exigir y exigiéndolo todo. Sin impaciencia, pero puesto
en pie –de puntillas- en la cumbre titilante de la estrella que he mirado,
noche a noche, desde que marchaste con promesa de regreso…
LAS HOJAS MUERTAS
Hay domingos en que, cuando los tabiques que me techan se
lamentan sin razones, marcho a mi parque amigo y conurbano y, en el banco al
que llagué con aquellas iniciales, me quedo -sentado e impropio- en un hospedaje tibio junto al último
aleteo de las hojas que imitan a la muerte.
Es una serenidad imperfecta la que me evoca el verlas tan agónicamente
pardas, tan agrietadas, tan rígidas -como pequeños féretros desordenados en un
camposanto de huellas indolentes.
A la hora de la tarde el paisaje se vuelve aún más solemne
y, detenidos los columpios con el peso de la nada es, su mínimo mecer, el único
movimiento en ese mar de albero, flemas y colillas que dejaron los feligreses sordos
de la domínica admonitoria.
Viendo como abajo -a ras de sendero y sueños- se expande el
hado de la parca, extraña la ausencia de sollozos espontáneos si alzamos el
horizonte, y vemos a las madereras colonias de las que fueron hojas y parte, indiferentemente
engalanadas con sus verdes uniformes -rodeadas de gorriones aburridos cavando
sus trincheras-.
A la mitad circular de mis pensamientos, le hace secante un
impúber -de pelo ralo- que, tomando un pámpano inconsciente de su muerte, lo convierte
en cometa por un instante, hasta que se le hace cenizas al borde de la frágil aventura.
Cómo me lastima entonces ese definitivo desenlace de la
nada, de la tierra en la tierra, pues a alguna hojuela -doy por seguro- la vi
ser amago de flor en algún mayo y, posiblemente, ejercicio de verso en alguno
de mis cuadernos.
Sólo cuando se avienen las sombras enormes que anuncia noche
por el este y distingo, sobre sus nervios arrugados, el perfil ya silente de la
luna, es cuando recojo -del banco y de su llaga- el todo y la nada que, otrora,
desprendí de mi fardel y mis bolsillos.
Y, sin más responso que el silencio de quien vuelve, deshago
el trecho que me llevó hasta el paisaje, pensando, que si alguna vez soy hoja, no
pondré empeño por nacer en lo más alto de la espiga, pues no hay nobleza que no
acabe frente a los ojos -sin brillo- de los insectos enterradores.
¿QUIÉN FUISTE?
Aún, de vez en cuando, me detengo en ti y en ese recuerdo
que trasiega por la buhardilla de mi memoria...
¿De dónde dijiste que venías?
Recuerdo la noche -el cielo de gala-, el restaurante que
olía a marisco de tierra, la mesa en la esquina, el mantel azulado, tu risa de hada,
el tinto en las copas, la peca en tu labio, y aquél acordeón que se empeñó en arrugarse
entre las notas de Ojos verdes…
¡Qué pronto marchamos de tanto atrezzo!
Pero ¿de dónde dijiste que venías?
Recuerdo las sábanas -lunares y negro-, la nube de tu
vientre, la ola de tu espalda; la espiral de tu pelo, la elipse en tus muslos, el
círculo en tus pechos; el brocal de tu osadía…
Pero ¿de dónde dijiste que venías?
Recuerdo la mañana. La habitación deshecha. La mermelada en
tu nariz. La niebla del café. Mi dolor de cabeza. La ducha interminable -otra
vez tu cintura-. El albornoz blasonado. La excéntrica melodía del teléfono. Tu voz
cantarina -“ya voy, no me demoro…”-.
Recuerdo tu beso en mi pecho y mi adiós en tu costado, pero
sigo sin recordar de qué lugar venías.
Y cuando hoy lo pienso y lo murmuro -interrogada mi memoria
entre tu risa- más convencido me hallo de que, aún existen ángeles que marchan –sin
dejar rastro-, confundidos para siempre entre los evangelios de los sueños…
_________________________________________________
Ilustración: “Mujer desayunando”
Lienzo de Guillermo Gonzalo Padilla (Argentina)
© Todos los derechos reservados
MI MARINERA...
Sigues empeñada en amarrar en mi puerto. A pesar de mi
advertencias y de lo que diga tu horóscopo… Hasta esa señora bisoja que, por
las noches se disfraza de oráculo, te avisó: “Veo un puerto, pero muy, muy lejano, en el centro de un mar infernalmente
proceloso…”
Tú dijiste que era el mío y, desde entonces no hay quien te lo
saque de tu linda cabecita…
Ya me avisaron de tu sangre de corsaria…
Y yo ya supe de la ruta de tu piel interminable…
Mas yo, que te sigo advirtiendo…
Y tú que sigues empeñada…
¿Conoces acaso cuánta oscuridad cabe bajo el lodo de mis
neblinas? ¿Qué sabes de la enfermedad del silencio que contagia el ácaro de las
olas? ¿Te ha devorado alguna vez la tristeza hasta llegar al invierno de tu
vientre?
¡No, no te tapes los oídos! ¡Ahora es cuando quiero ver tus
agallas de corsaria!
Y sigo… Y no ceso de advertirte…
…Aquí no se detienen los hombres ni las aves. Y paso
primaveras sin besar un solo pétalo. Y no tienen los otoños la virtud de sus
dorados…
¿Sigues pensando que tienes hueco en esta locura?
Y callas, y lloras, y sorbes los mocos y asientes con la
cabeza y el aliento.
Y yo, que me he vuelto más pirata desde que descubrí el tatuaje en la esquina de tu nalga, acerco -con intención incierta- mi barca
interrogante a tu orilla de arena adolescente...
¿Levamos ancla, mi capitán? -me has dicho, ya con una
sonrisa...
¡Mar adentro! -he gritado, mientras veo tu cara reflejada en
la hoja de mi garfio...
EL FINAL DE LOS CUENTOS
Yo nunca había escrito -con fortuna- un cuento. Pensaba que
todos los cuentos tenían un inicio, un nudo y un desenlace. Así me lo habían
enseñado en el colegio. Y así lo había leído yo. Caperucita roja, El gato con
botas, Pulgarcito… Todos tenían sus tres partes correspondientes. Y siendo tal,
mis cuentos se quedaban siempre cojos… ¡Cuánto me costaba encontrar un final!
Ya que tenía la historia desenvuelta, empezaba y empezaba a pensar cómo podría
terminar aquello. Sabía que lo importante ya estaba contado. Que lo fueron
palomillas en mis sienes ya reposaban -con cierta decencia- sobre un rimero de
papelitos con dos renglones y cuatro puntadas para coserlos a una carpeta… Pero,
la última página, ¡siempre en blanco! Esperando ese final que suena como el
tachán del músico que, atrás del todo de la orquesta, adivina el momento exacto
para la gruesa unión de sus dos platos dorados.
Pasé así muchos años... Pasaron así por mis manos docenas de
historias inconclusas. Dejé batallando, o besándose, o a medio morir o a medio
nacer a una pléyade de personajes -como muñecos de cera en un museo de horarios
infinitos.
Mas un día comencé a amar. De verdad. No como en mis
cuentos. Y un día que amé mucho, mucho, empecé a entender que, en la vida, hay
incontables historias que, lejos de necesitar ningún tachán estrepitoso,
terminan -únicamente- con una nota de violín sostenida en una nube…
¿CÓMO SOY DE VIEJO?
No me suelo mirar al espejo. Llevo siempre mi cabello escaso
de medida y, al no necesitar acomodo, no le veo mucha utilidad a visionarlo.
Tampoco me afeito. Mi barba es montaraz y, en ella, se enredan hilachos -de la
desmemoria de Aracne- a los que no acerco tijeras que los sorprendan. Mis ojos
no van a cambiar porque se contemplen y, el resto de mi cuerpo -que no conoce
taras ni esplendores-, queda fuera del reflejo. Así que, la inutilidad global
de mi acicalado, hace que pocas veces me acerque a esa opacidad generosa, ésa
tras la que intuyo a ese otro yo que me acompaña.
Pero hoy -por buscar un ensayo de sonrisa desacostumbrada-
me quedé un rato frente a éste que soy. Y fue en ese instante cuando, en mi
vesania aburrida, intenté recordar como sería aquella primera vez en que me
encontré con un varón de cincuenta años. ¡Qué viejo lo vería!
De seguro que me extrañarían las palomillas de sus ojos, tu
tez calmosa, su vello blanquecino, sus ojos desfondados, el revoltoso capricho
de sus cejas…
Quedaría inquieto en la profundidad de esa mirada tallada
por el buril de los años y en su desbordada certeza de haber visto casi todo.
Detenido al ver el pentagrama de su frente y las manchitas disformes que trazan
-en las sienes- los compases patizambos.
Quedaría sin duda ligeramente acogotado…
Y hoy sólo eso cuento -¡para qué más!-, la puerilidad de que
me he visto como vería entonces a mi abuelo. ¿Acaso soy ya tan viejo? No puedo
acabar de saberlo. A mí ahora me falta el niño -que yo era entonces- para
juzgar -sin desaciertos- cómo es como me veo…
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